Comunità di S.Egidio


 

12 de Fevereiro de 2000

 Pena de muerte. Moratoria 2000

 

El Ayuntamiento de Barcelona acaba de adherirse, siguiendo el ejemplo del Defensor del Pueblo y de otras institu-ciones equivalentes de las comunida-des aut�nomas, como el S�ndic de Greuges, a la ambiciosa campa�a mundial, emprendida hace ya alg�n tiempo por la Comunidad de San Egidio y arropada por Amnist�a Internacional, destinada a pedir la moratoria de la aplicaci�n de la pena capital para el a�o 2000. Iniciativa loable que resulta, adem�s, oportuna en un momento en el cual, precisamen-te, la pena de muerte vuelve a ser tema de actualidad entre nosotros. As� lo atestiguan, por ejemplo, el todav�a reciente recordatorio a Turqu�a por parte de la Uni�n Europea de que sus miembros son contrarios a aquella pena y la circunstancia de que un ciudadano espa�ol, Jos� Joaqu�n Mart�nez, se encuentre hoy en el corre-dor de la muerte en Estados Unidos.

A pesar de que el conjunto de los pa�ses abolicionistas crece progre-sivamente (de poco m�s de 20 en 1970 se ha pasado a 64 en 1998), por desgracia todav�a en la actualidad son muchos los Estados que mantienen aquella pena (en 1998 eran 92). Por otra parte, las ejecuciones judiciales, lejos de menguar, han tendido al alza durante los dos �ltimos decenios, se-g�n revelan concluyentemente los da-tos suministrados por Aminist�a Internacional. En 1998, por citar las �ltimas cifras fiables, los cuatro esta-dos con mayor n�mero de ejecuciones contabilizaron un total de 2.215, repartidas del siguiente modo : China, 1.876 ; Ir�n, 143 ; Arabia Saud�, 122, y Estados Unidos, 74.

A mi juicio, urge la total abo-lici�n de la pena capital, ya que se tra-ta de una pena in�til, indigna y envile-cedora. In�til porque las estad�sticas desmienten a las claras sus supuestos efectos disuasivos. No se aprecia nin-guna reducci�n significativa en el n�-mero de homicidios cometidos all� donde se ha reinstaurado. 

Hace pocas semanas, en la Universidad Aut�noma de Barcelona se defendi� una valiosa tesis doctoral sobre el derecho a llevar armas. En ella se lee lo siguiente : "Se produce en nuestro pa�s una muerte por arma de fuego cada 100.000 habitantes, muy por debajo de las cifras norteamerica-nas", donde "muere una persona por cada 6.500 habitantes". 

El dato es elocuente y de �l, junto con otros, se puede concluir que en la Uni�n Europea, donde la pena de muerte est� abrogada, los homicidios cometidos representan tan s�lo un 10% de los que ocurren en Estados Unidos, lugar en el que, en cambio, est� vigen-te y en uso la pena capital. 

La pena de muerte es indigna porque atenta directamente contra la misma dignidad humana. �Qu� valor, qu� dignidad estamos reconociendo a la vida humana si, por odioso que pueda ser el crimen cometido por el reo, aceptamos que se pueda suprimir fr�amente su vida en nombre de la ley?

En fin, la pena capital envi-lece porque fomenta el odio. En su li-bro Estudios sobre el amor, publicado en 1939, Ortega y Gasset, tras recor-darnos que el odio es lo opuesto al amor, nos advierte de que "odiar a alguien es sentir irritaci�n por su simple existencia. S�lo satisfar�a su radical desaparici�n". Y bien, �no es justamente esta desaparici�n radical lo que satisface la pena capital ? Basta ver la imagen de los familiares de la v�ctima asistiendo a la ejecuci�n para percatarse del cultivo del odio que �sta representa.

Conviene rememorar una decisi�n ejemplar del Tribunal Euro-peo de Derechos Humanos, calificada por uno de sus antiguos magistrados, el profesor Garc�a de Errenter�a, como "una de las sentencias m�s notables de su historia". En esta sentencia, de 7 de julio de 1989, el Tribunal Europeo lle-ga a la importante resoluci�n de que los Estados que forman parte del Con-venio Europeo de Derechos Humanos est�n obligados a denegar la extradi-ci�n de un delincuente si en el Estado que la solicita existe la posibilidad de imponer una pena inhumana o un trato degradante. Consecuente con este cri-terio, el tribunal invalida la decisi�n del Gobierno brit�nico de conceder la extradici�n de un presunto homicida, el se�or Soering, a Estados Unidos, por cuando este pa�s no ha dado garant�as suficientes de que no se vaya a aplicar la pena de muerte al inculpa-do. 

La sentencia del Tribunal Europeo constituye un alegato inequ�-voco en contra de la pena capital, aun-que en el texto no la condena de forma expresa. En realidad, el Tribunal de Estrasburgo contrapone en la sentencia la concepci�n europea sobre derechos humanos a la concepci�n norte-americana, lo cual resulta una actitud valerosa, habida cuenta de que la pri-mera potencia mundial presume de ser el principal adalid de aquellos dere-chos. Es verdad que no todos los Estados pertenecientes al Consejo de Europa han abolido la pena de muerte, pero hoy son poco numerosos los que la conservan para ciertos delitos en tiempos de paz. Es significativo, por ejemplo, que de los 41 pa�ses que componen aquel consejo, 34 hayan ratificado ya el Protocolo n�mero 6 al Convenio de Derechos Humanos, que abroga expresamente la pena capital, y que entre los Estados abolicionistas figuren, sin excepci�n, los 15 que inte-gran la Uni�n Europea. Ahora bien, la vieja Europa no debe permanecer anclada en una ac-titud autocomplaciente por su respeto a los derechos humanos. Al contrario, le corresponde la responsabilidad de proseguir en la misma l�nea de coraje de que hizo gala hace ahora 10 a�os el Tribunal Europeo. S�lo as� har� cre�-ble su autoridad moral. Por ello, ser�a deseable que los Estados europeos se comprometieran activamente, siguien-do el ejemplo de algunas instituciones p�blicas, como el Ayuntamiento de Barcelona, en campa�as como la indi-cada al comienzo, cuya finalidad no es otra que avanzar en la erradicaci�n de-finitiva de una pena que repugna a la conciencia.

Antoni Milian i Massana
catedr�tico de Derecho Administrativo de la UAB