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28/06/2001 |
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La ejecuci�n de Timothy McVeigh ha vuelto a poner otra vez de moda la pena de muerte. Y pone m�s en peligro que ayer el nivel m�nimo de civismo de nuestras democracias. La muerte de un hombre sea cual sea el delito que ha cometido es y contin�a siendo una barbarie todav�a m�s grave cuando el responsable es un Estado. La muerte de McVeigh no mejora nada, ni los Estados Unidos, ni nuestras sociedades. No las convierte en m�s seguras. No restituye la vida a las v�ctimas. No compensa a sus familias porque la muerte, en una sociedad moderna, no puede ser nunca considerada ni una recompensa ni una compensaci�n moral. No a�ade nada nuevo a la justicia y disminuye el valor m�nimo de aquello que es humano y deseable para una sociedad democr�tica y atenta contra los derechos humanos. La muerte de McVeigh, cada ejecuci�n capital, legitima una cultura de muerte mientras se empe�a en combatirla. Desgraciadamente, la decisi�n, despu�s de casi cuarenta a�os de ajusticiar los Estados Unidos un culpable de homicidio por parte del Gobierno federal, rebaja al nivel de la venganza y no de la justicia las instituciones democr�ticas y empobrece a todos. Durante un tiempo, en el cual ha habido esclavitud y tortura, ven�an consideradas de la mayor�a del planeta pr�cticas tolerables o absolutamente permisibles. La pena de muerte pertenece a los mismos instrumentos del pasado. Hay que desear que la ejecuci�n de Timothy McVeigh no empiece una nueva ola de ejecuciones por parte del Gobierno de los Estados Unidos y no anime a otros pa�ses a retornar a los pasos que pertenecen irremediablemente al pasado, y al pasado deben volver.
Mario Marazziti
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