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05/09/2001 |
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El proceso de globalizaci�n es un proceso inevitable, acelerado e irreversible que est� desarroll�ndose con grandes deficiencias y tensiones cuya causa y origen reside en los graves desequilibrios que padece la humanidad en lo que ata�e a la distribuci�n de la riqueza y del poder econ�mico y tecnol�gico. Una insolidaridad creciente, el continuo abuso de las situaciones de dominio, la progresiva debilidad de la naci�n-estado tradicional y la ausencia de instituciones globales m�nimamente eficaces, han generado y seguir�n generando situaciones sumamente complejas, situaciones l�mite, situaciones dram�ticas que estamos obligados a afrontar y a resolver (o, al menos, mejorar sustancialmente) si aspiramos a vivir un futuro digno, un futuro justo y civilizado. Esta obligaci�n afecta a todos los ciudadanos y a todos los estamentos y poderes de la sociedad y afecta por ello tambi�n -y adem�s de forma especial e intensa- a las iglesias y a las organizaciones religiosas, que en alg�n momento tendr�n que afrontar tres cuestiones b�sicas que podr�an calificarse de asignaturas hist�ricas dolorosamente pendientes: la relaci�n con otras Iglesias y religiones, la posici�n frente a la ciencia y el desarrollo tecnol�gico y finalmente la actitud con respecto a sistemas pol�ticos y econ�micos. En estas tres �reas las posibilidades de mejora y modernizaci�n son ciertamente grandes pero el tema m�s delicado y decisivo es, sin duda, el de la relaci�n con las otras Iglesias y religiones. Al hablar de este tema habr� que reconocer, por de pronto, que a lo largo de toda la historia -incluyendo la historia de hoy mismo en el Oriente Medio, en Irlanda del Norte, en los Balcanes, etc.- la gran mayor�a de los enfrentamientos violentos de los seres humanos ha tenido y sigue teniendo, como factor decisivo, el elemento religioso, ya sea solo o unido a otras causas pol�ticas o econ�micas. Es este un tema extremadamente grave en una �poca especialmente peligrosa. Merece la pena una reflexi�n seria y profunda. El problema reside fundamentalmente en la pretensi�n de todas las religiones no s�lo de ser verdaderas sino, concretamente, de ser las �nicas verdaderas, con lo cual se reduce, a un m�nimo, si es que no se anulan, las posibilidades de di�logo y entendimiento. Habr� que corregir este rumbo que no conduce a ninguna parte. Los dramas actuales del mundo y especialmente el drama de la miseria obligan a los l�deres religiosos -como a todos los dem�s l�deres- a salir de sus encerramientos dogm�ticos. Si la humanidad pudiera contemplar un hermanamiento real que llevara a esos l�deres a generar declaraciones y sobre todo acciones conjuntas, el proceso de cambio se pondr�a pronto en marcha. Las religiones cristianas, sin duda las m�s poderosas e influyentes a nivel global, tienen que reconocer, en concreto, que un 70 por ciento de la humanidad profesa o est� influida por otras religiones y que ese porcentaje -aunque sea s�lo por razones de crecimiento poblacional- ir� aumentando, por intensa que sea la actividad misionera que se realice. Como poderosas e influyentes religiones pero fuertemente minoritarias, las religiones cristianas tienen que asumir con grandeza de miras el liderazgo de un movimiento ecum�nico, nuevo y profundo, y en el ejercicio de esa funci�n deben extremar la generosidad con las dem�s religiones, evitando en lo que se pueda -y se podr� casi siempre- la insistencia en las cuestiones que les separan y profundizando en las enormes posibilidades de coordinaci�n y colaboraci�n en los temas vitales de la humanidad. La violencia genera violencia y los fundamentalismos generan fundamentalismos. La Iglesia Cat�lica tiene que reconocer su especial responsabilidad en estas materias y evitar declaraciones como las que se contienen en la �Dominus Iesus� que present� el 6 de agosto de 2000 el Cardenal Ratzinger. En ella no s�lo se reitera que la Iglesia Cat�lica es �la �nica Iglesia verdadera� sino que se justifica toda la �Dominus Iesus� en la necesidad de hacer frente a �una mentalidad relativista que termina por pensar que una religi�n es tan buena como la otra� y para explicar que ello no es as� se llega a decir -duele leerlo- lo siguiente: �Si bien es cierto que los no cristianos pueden recibir la gracia divina tambi�n es cierto que objetivamente se hallan en una situaci�n gravemente deficitaria si se compara con la de aquellos que en la Iglesia (cristiana) tienen la plenitud de los medios salv�ficos�. O, en otras palabras, que aunque se reconozca �la posibilidad real de la salvaci�n en Cristo para todos los hombres�, los cristianos y los cat�licos tienen de hecho m�s y mejores posibilidades de alcanzar el reino de Dios que aqu�llos que no lo son. A algunas Iglesias (la anglicana, la luterana y las confesiones protestantes) se les niega, incluso, el car�cter de Iglesia en sentido propio que s�lo se le reconoce a las Iglesias ortodoxas en raz�n de que mantienen la sucesi�n episcopal apost�lica y la eucarist�a. En lo que respecta a las religiones no cristianas, acepta que algunos ritos y oraciones pueden asumir un papel de preparaci�n evang�lica pero �no se les puede atribuir un origen divino ni una eficacia salv�fica �ex opere operato�, que es propia de los sacramentos cristianos�. Seg�n muchos te�logos estas expresiones son �ciertamente ofensivas para las personas creyentes de otras religiones� y contrastan -al menos formalmente- con las que conten�a la enc�clica �Et Unum sint�. Constituyen, sin duda, una grave traba, un obst�culo innecesario al movimiento ecum�nico que la propia Iglesia Cat�lica hab�a iniciado y fomentado. Es cierto que todas las religiones -no hay excepci�n alguna- se presentan ante sus fieles y seguidores como �nicas religiones verdaderas, incluso con absoluto fanatismo, pero pocas lo han hecho con la fr�a concreci�n y la rotundidad intelectual de la �Dominus Iesus�. Es necesario cambiar de actitud. Se hace preciso abrir, sin l�mites, reservas ni miedos, un amplio debate sobre la responsabilidad de las Iglesias y los l�deres religiosos en este momento hist�rico. El relativismo, -se podr�a decir, gracias a Dios- avanza con gran fuerza. El fracaso del marxismo como m�todo de an�lisis de la realidad debe interpretarse como el primero de los fracasos de una larga lista de dogmatismos ideol�gicos (obs�rvese lo que est� pasando en la vida pol�tica), econ�micos (anal�cese el debate globalizaci�n y mercado) y culturales y sociales (v�anse los debates sobre multiculturalismo y sobre protecci�n social). Se est�n abriendo las puertas de una nueva era, una era filos�fica, en la que nos guste o no vamos a tener que sobrevivir sin asideros dogm�ticos y vaciar nuestros cerebros de muchas dial�cticas tradicionales. Acabar� prevaleciendo la idea -parad�jicamente dogm�tica- de que no se puede partir de planteamientos dogm�ticos en ning�n caso y se pondr� por ende de manifiesto el protagonismo esencial que debe tener el di�logo en la convivencia humana. Habr� que aprender en definitiva, a convivir con civilidad, con respeto e incluso con gozo en el desacuerdo. Ah� se encuentra la clave del progreso humano. Hace unos meses, Juan Pablo II, en su viaje a Grecia, en presencia del arzobispo de Atenas, Cristodoulos, pidi� p�blicamente perd�n por los pecados del pasado y del presente que �los hijos y las hijas de la Iglesia Cat�lica hab�an cometido por acci�n y omisi�n contra sus hermanas y hermanos ortodoxos�. Es un bello gesto. Es un gesto grande y bueno. Podr�a y deber�a ser el s�mbolo de una nueva relaci�n entre l�deres espirituales. Todas las religiones deber�an empezar por perdonarse y respetarse unas a otras. La religi�n cat�lica, en concreto es, sin duda alguna, una religi�n verdadera. Pero no es preciso para serlo que las dem�s sean falsas o, en el mejor de los casos, menos salv�ficas. No necesita, en todo caso, proclamarse como la �nica verdadera. Ni aun en el supuesto -ciert�simo para muchos- de que lo fuese.
Antonio Garrigues Walker. Jurista
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