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Evangelio según S. Mateo


 
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I Estación
La oscuridad de un condenado

Entonces les dice Jesús: «Todos vosotros vais a escandalizaros de mí esta noche, porque está escrito: Heriré al pastor y se dispersarán las ovejas del rebaño. Mas después de mi resurrección, iré delante de vosotros a Galilea.» Pedro intervino y le dijo: «Aunque todos se escandalicen de ti, yo nunca me escandalizaré.» Jesús le dijo: «Yo te aseguro: esta misma noche, antes que el gallo cante, me habrás negado tres veces.» Dícele Pedro: «Aunque tenga que morir contigo, yo no te negaré.» Y lo mismo dijeron también todos los discípulos.
Entonces va Jesús con ellos a una propiedad llamada Getsemaní, y dice a los discípulos: «Sentaos aquí, mientras voy allá a orar.» Y tomando consigo a Pedro y a los dos hijos de Zebedeo, comenzó a sentir tristeza y angustia. Entonces les dice: «Mi alma está triste hasta el punto de morir; quedaos aquí y velad conmigo.» Y adelantándose un poco, cayó rostro en tierra, y suplicaba así: «Padre mío, si es posible, que pase de mí esta copa, pero no sea como yo quiero, sino como quieres tú.» Viene entonces a los discípulos y los encuentra dormidos; y dice a Pedro: «¿Conque no habéis podido velar una hora conmigo? Velad y orad, para que no caigáis en tentación; que el espíritu está pronto, pero la carne es débil.» Y alejándose de nuevo, por segunda vez oró así: «Padre mío, si esta copa no puede pasar sin que yo la beba, hágase tu voluntad.» Volvió otra vez y los encontró dormidos, pues sus ojos estaban cargados. Los dejó y se fue a orar por tercera vez, repitiendo las mismas palabras. Viene entonces a los discípulos y les dice: «Ahora ya podéis dormir y descansar. Mirad, ha llegado la hora en que el Hijo del hombre va a ser entregado en manos de pecadores. ¡Levantaos!, ¡vámonos! Mirad que el que me va a entregar está cerca.»
(Mt 26, 31-46)


dal film
"Il vangelo secondo Matteo"
di Pier Paolo Pasolini
Gesù nell’orto degli ulivi


Durante la noche, en la periferia de la ciudad de Jerusalén, hay un hombre que no descansa: está despierto y sin sueño. A sus amigos, antes de alejarse, les ha dicho cómo se siente: “Mi alma está triste hasta el punto de morir”. En efecto, ante él aparece el fantasma de la muerte. El odio que le rodea desde hace tiempo, desde Galilea, se ha vuelto una conjura. Uno de los doce, llamado Judas Iscariote, uno de sus amigos, se ha puesto de acuerdo con los sumos sacerdotes para obtener una recompensa de treinta denarios. Es el precio de su colaboración. De hecho, dice el Evangelio que desde aquel momento buscaba la ocasión para traicionarle. Y Judas, como se ha visto durante la cena, está ahí, junto a Jesús, a pesar de que ya había dado su adhesión a la conjura.

Jesús, para salvarse, podría irse de Jerusalén y refugiarse en otro lugar; así podría escapar de la conjura que está a punto de desencadenarse. Podría marcharse, tomar aquel camino que va de Jerusalén a Jericó, donde situó el encuentro con el Buen Samaritano: el encuentro del Buen Samaritano con el hombre medio muerto. Por aquel camino llegaría a zonas desiertas y lejanas, donde había predicado Juan el Bautista. Huyendo de Jerusalén quizá se salvaría. Pero no lo hace. No lo hizo.

“No es bueno que un profeta muera fuera de Jerusalén”. Un profeta debe decir algo durante la Pascua, durante ese tiempo especial que es el pasaje de la Pascua. Jesús está en Jerusalén para manifestar a todos su Evangelio. Por esto quieren matarle. Quizá, si hubiera huido, habrían estado igual de contentos. Habrían podido decir que era un falso profeta, un charlatán como tantos otros. Pero Jesús no quiere traicionar ni a su Evangelio ni a sus amigos. Se queda y ofrece su vida, sin buscar salvarse a sí mismo.

Jesús no se fue de Jerusalén, sino que permaneció en la ciudad: marcharse significaría renunciar al centro, al motivo fundamental por el que había vivido. No es una cuestión de heroísmo: hasta Pablo huye de Damasco descolgándose por un muro. Jesús debe dar a todos su buena noticia. Las multitudes le esperaban. Por esto se queda en Jerusalén, y, de este modo, una noche le encontramos algún centenar de metros fuera de los muros de la ciudad, en un jardín desde el que se ve la ciudad, cuando se apagan las luces y vence la oscuridad. ¿Qué prepara la oscuridad para Jesús? Durante la noche las cosas pierden su dimensión, se vuelven más grandes, las amenazas se vuelven más concretas, como fantasmas. Todo sucede en la soledad, porque Jesús está muy solo.

“Quedaos aquí y velad conmigo” –pide Jesús a sus amigos. ¡Cuántas cosas les había dicho! Pero ellos se habían acostumbrado a sus palabras. Quizá pensaban que exageraba, que sus discursos eran excesivos. Para él, cualquier pequeño problema, un grano de trigo, se convertía en algo grande; cada discusión se convertía en un drama. De esta manera, los discípulos se habían acostumbrado, con un poco de astucia, a no tomar demasiado en serio lo que les decía. Su alma está triste hasta el punto de morir: “¡Será una exageración!” -debieron pensar. Y todos se pusieron a dormir, convencidos de que Jesús exageraba. El maestro era excesivo. Trabajaba de día y de noche no dormía mucho. En los últimos tiempos, además, veía peligros por todas partes, sentía que todos los momentos eran dramáticos. Cuántas veces, aunque se avergonzaran un poco, habrían pensado quizá: “Necesitamos también un poco de tiempo para nosotros”, “habrá que distraerse un poco”. Jesús hablaba, pero algunas veces sus palabras son como la lluvia, no penetran y se quedan fuera.

Los ojos de los discípulos estaban cargados y tenían motivos para su cansancio. Jesús se quedó solo: cuanto más lo pensaba, más se daba cuenta de que aquélla era su última noche como hombre libre, con vida. Nadie le consolaba. Ya le habían abandonado completamente y el amigo –el que hasta ayer caminaba con él- le estaba traicionando. Otro amigo, Pedro, dormía: “Padre mío, si es posible, que pase de mí esta copa”. Jesús no quiere morir, quiere vivir. Es como un condenado a muerte que siente el amor profundo hacia esta vida que le será arrebatada. Recuerda su tierra, Galilea, su gente, sus amigos. Piensa en el trabajo que le quedaba por hacer, en sus discípulos todavía tan frágiles, ¿serán capaces de llevar adelante su Evangelio?. Le vienen a la mente las multitudes que le buscan. “que pase de mí esta copa” -dice.

Su oración no duda del amor de Dios, a quien llama Padre. En aquella noche, es más, en la gran soledad de aquella noche, lo único verdadero es el amor del Padre: «Padre mío, si esta copa no puede pasar sin que yo la beba, hágase tu voluntad.» Jesús repite esta oración tres veces, y después se levantó, se acercó a sus discípulos y vio que su gran amistad, su deseo de morir por él, se había desvanecido en un gran sueño. Ahora Jesús está solo: amigos y enemigos le han abandonado. No está lejos de aquel jardín el camino de Jericó, para huir de lo que le espera. Pero Jesús se levanta, no se va. Se vuelve hacia Jerusalén, y escucha unos pasos: “el que me va a entregar está cerca”.