Marvin Wilson, un discapacitado mental de 53 años, ayer dejó de vivir, porque recibió una dosis única de pentobarbital. Fue la segunda persona en Texas que recibe una sola inyección letal en lugar de tres. También el último ejecutado, Yokamon Yearn, en julio, tenía problemas mentales. Tenía daños asociados al alcoholismo de su madre en fase fetal, pero el problema no había sido tratado de manera importante durante las fases del proceso.
Marvin Wilson tenía problemas para contar y no se sabía atar los zapatos. Tenía un cociente intelectual de 61. Texas puso en discusión que la prueba de inteligencia fuera exacta y por eso ignoró la sentencia del Tribunal Constitucional de 2002 que prohibía la ejecución de "mentally retarded".
Todo el caso estaba lleno de “agujeros”. Nunca estuvo claro que hubiera participado realmente en el asesinato de un informador de la policía y camello de droga por el que otro imputado fue condenado a cadena perpetua acusando años atrás a Marvin Wilson como autor material. Marvin Williams, obviamente, no había sabido defenderse. Fue una ejecución como muchas otras, pero fue distinta, porque iba contra un discapacitado mental y porque era realmente contraria a la ley, aunque es una ley que atribuye a cada estado norteamericano la posibilidad de decidir “cuándo” una persona tiene retraso mental y cuándo no, cuándo puede ser considerado responsable y cuándo no.
Una vez más la pena de muerte, en EEUU y en el resto del mundo, depende de la geografía y no de los delitos o de la necesidad de defender a la sociedad eficazmente.
La ejecución de Marvin Wilson es un horror que se suma al horror habitual de la pena de muerte y de toda ejecución. Enseña aún con más claridad su inutilidad, su violencia, la irracionalidad, la desproporción de la venganza cometida por el Estado a sangre fría y la eventual culpa del pasado, el horror de la pena extrema contra quien no tienen ni siquiera plena conciencia de las cosas normales de la vida de cada día.
La Comunidad de Sant’Egidio une su voz a la de las víctimas, de quien fue ejecutado hace años, y a la de los parientes de Marvin Wilson, a la de todos los activistas por los derechos humanos en Texas y a la de todos aquellos que en el mundo han trabajado para intentar parar, con nosotros, la máquina de la muerte también en este caso. Nos duele especialmente por la semejanza con el caso de John Paul Penry, también en Texas. Retrasado mental, había recibido varias veces una fecha de ejecución y en 1999 la máquina de la muerte se había parado tras la última comida, doble hamburguesa de queso y patatas fritas. La Comunidad de Sant’Egidio había creado una movilización mundial para reabrir el caso de Penry. El Estado de Texas intentó condenarlo nuevamente tres veces después de que dos veces el Tribunal Supremo de Estados Unidos anulara la sentencia. Para evitar una tortura que había durado treinta años al final se cerró el caso con una decisión pactada. Penry está vivo. Wilson fue asesinado, contra el sentido común, contra la ley, aunque había rendijas legales para ejecutarlo “legalmente”. La inyección letal se sigue practicando incluso después de la iniciativa de la Comunidad de Sant'Egidio, de Hands off Cain, del Gobierno italiano, de Reprieve, que aumentó las dificultades porque hizo que no se encontrara uno de los fármacos que se necesitan para la ejecución. Los Estados Unidos están al nivel más bajo de ejecuciones desde hace más de una década. También en Texas el ritmo de las ejecuciones y de las condenas se ha reducido. Pero una sola ejecución es ya demasiado. Humilla a toda una sociedad y crea nuevas víctimas. El horror de la ejecución de Marvin Wilson nos lo recuerda de manera aún más explícita. Hay que poner punto final a la pena de muerte, que debe convertirse en parte del pasado como la esclavitud y la tortura. Cada ejecución es inhumana, y aumenta el nivel de violencia de una sociedad. La lucha continúa. También en Texas.
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