Hago un llamamiento por Alepo. Algo terrible está sucediendo, pero todo el mundo lo ignora o lo observa con resignación.
Hace dos años que se libran combates en Alepo. En julio de 2012 empezó la “batalla de Alepo”, la ciudad más poblada de Siria. La ciudad, que es cruce de civilizaciones y fue declarada patrimonio de la UNESCO, está hoy en ruinas: la estupenda ciudadela ha sido bombardeada, el zoco medieval ha sido pasto de las llamas y la mezquita de los omeyas se ha transformado en un campo de batalla.
Aun así, sus dos millones de habitantes se han quedado en la ciudad preservando la milenaria convivencia entre musulmanes y cristianos.
La ciudad está segmentada: la mayoría de los barrios están en manos leales al régimen, pero también hay zonas controladas por los rebeldes, a pesar de su retroceso tras la ocupación del verano de 2012. A su vez, los rebeldes son hostigados desde el suroeste por las fuerzas gubernamentales.
La gente no puede salir de la ciudad, que está rodeada casi totalmente por la oposición, formada –entre otros– por los fundamentalistas intransigentes y sanguinarios.
Para los cristianos, salir de la zona gubernamental significa poner en peligro su vida. Lo saben bien los dos obispos de Alepo, Gregorios Ibrahim y Paul Yazigi, secuestrados desde hace más de un año. Alepo es la tercera ciudad “cristiana” del mundo árabe, tras El Cairo y Beirut. En Alepo hubo hasta 300.000 cristianos.
La población sufre enormemente. La aviación de Bashar al-Assad ataca con misiles y bidones explosivos las zonas dominadas por los rebeldes; estos, a su vez, bombardean los otros barrios con morteros y cohetes artesanales.
Hay hambre y faltan medicamentos. Los grupos yihadistas infligen una terrible extorsión cortando el agua a la ciudad. La gente reabre los antiguos pozos situados alrededor de las mezquitas o en las iglesias. Es una guerra terrible y la muerte llega por todas partes. Excavando túneles hacen volar por los aires edificios “enemigos”. ¿Cómo se puede sobrevivir?
No se trata solo de preservar los monumentos de una historia urbana de cinco mil años de antigüedad. Hay que salvar las vidas humanas y la ciudad, un tejido secular de convivencia entre árabes, armenios, kurdos, turcos y circasos, que convertía a Alepo en el símbolo de la convivencia. Sobre todo, hay que poner fin de inmediato a una masacre que dura desde hace dos años.
No se puede esperar más. Es necesaria una intervención internacional para liberar a Alepo del asedio que le da muerte día tras día. Para lograrlo, todos los gobiernos involucrados deben mostrar su responsabilidad: desde Turquía, alineada con los rebeldes, hasta Rusia, con influencia sobre Al-Assad.
Salvar Alepo tiene más valor que afirmar una u otra parte sobre el terreno. Hay que abrir corredores humanitarios inmediatamente y hay que proporcionar provisiones a la población civil atrapada en la ciudad. Y luego hay que negociar a ultranza el fin de los combates, y transformar la ciudad en zona neutral: negociar hasta que se alcance un acuerdo.
De lo contrario, junto con Alepo, quedará enterrada nuestra dignidad. Sería oportuno enviar una fuerza de interposición de la ONU. Evidentemente, eso requeriría tiempo y colaboración por parte de Damasco.
Mientras tanto, la gente de Alepo muere. Hay que imponer la paz en nombre de los que sufren. Una especie de Alepo, ciudad abierta.
En el nº 2.900 de Vida Nueva