De modo que toda una vida con los anuncios de El Almendro, comidas copiosas, fiestas que no se acababan nunca, reuniones y risas hasta las tantas de la madrugada, compras compulsivas y más bebidas de las aconsejables o más compras de las aconsejables y bebidas compulsivas… Una retahíla de excesos, imposturas y felicidad de cartón piedra. Y ahora resulta que la Navidad no era esto.
La Navidad son las lágrimas de Josefa, vecina de la Mina, en Sant Adrià de Besòs, con siete hijos y 32 nietos, que llora porque le han regalado una sartén y esa sartén es la infancia recuperada. “Es la primera vez que recibo un regalo en Navidad”, dice, y es fácil imaginársela de niña, año tras año, esperando una muñeca Mariquita Pérez que nunca llegaba.
La Navidad es la felicidad de Manuel, que vive en la calle y al que esta vez no pudieron entregar la invitación en mano porque no lo encontraron a tiempo. Unos sinvergüenzas con traje y corbata utilizaron su DNI para nombrarlo testaferro de una empresa sin que él lo supiera. Lo descubrió cuando le retiraron la exigua paga de inserción social y le pusieron una multa de 23.000 euros (a él, ¡que duerme en un cajero!) por no declarar sus ingresos. “¿Hay sitio para mí?”, pregunta Manuel cuando llega. Y sus ojos brillan cuando escucha: “Claro. Esta es tu casa, y nosotros, tu familia”.
Pero el verdadero regalo no es la sartén ni la bienvenida. Ni los sacos de dormir, los abrigos, las colonias y los juguetes que recibieron el resto de los asistentes a la comida de Navidad de la Misericordia, que auspició anteayer la comunidad de Sant Egidi en más de 650 ciudades de 70 países. Los regalos son ellos: ancianos, personas sin recursos, familias de la Mina o de la Barceloneta, refugiados sirios y otros extranjeros.
¿Extranjeros? No. Nadie aquí, en la basílica de Sant Just y Sant Pastor de Barcelona, donde se celebra una de estas comidas, está en tierra extraña. Uno de los lemas de la comunidad es: “Las instituciones acogen, nosotros integramos”. Catalanes de nacimiento o de adopción. Cristianos, musulmanes y agnósticos. Madres, padres e hijos. Nada más.
La hermandad de la alegría.
“Somos la familia más grande de Barcelona”, dice en el brindis Armand Puig, el rector de la parroquia y hasta hace poco decano de la Facultat de Teologia. La tradición comenzó en 1982, en la basílica de Santa María del Trastévere, Roma, cuando Sant Egidi o Sant’Egidio, en italiano, invitó a comer a 20 pobres. Los comensales son ya más de 200.000 en todo el mundo. África, Asia, América... De los presos de Maputo a los huérfanos o los meninos da rua de Nairobi, Yakarta o San Salvador.
La primera hermandad de Barcelona se reunió el 25 de diciembre de 1989. Un hombre y seis mujeres que dormían en la calle y pasaban la mayor parte del día en la avenida de la Llum, una de las señas de identidad de la ciudad que desapareció con la metamorfosis olímpica. Desapareció el pasaje subterráneo de la avenida de la Llum, se sobrentiende, no las personas sin techo. Jaume Castro, responsable de Sant Egidi en Barcelona, recuerda sus nombres: Josep, María, Julia, Carmen, Matilde, Isidora y Dolores.
De aquellos primeros comensales se ha pasado a los más de 1.350 de hoy sólo en la capital catalana, donde siete iglesias, museos, escuelas y otros locales se han transformado por unas horas en comedores preciosos. También hubo celebraciones parecidas en Madrid, Tarragona y Manresa, núcleos urbanos con una fuerte presencia de esta asociación internacional de laicos.
Sant’Egidio ha participado en numerosos procesos de paz en países en conflicto y ha declarado la guerra a la insolidaridad, la xenofobia y el radicalismo, religioso o de cualquier tipo. La oenegé, reconocida por el Vaticano, realiza un sinfín de actividades todo el año, como acompañar y ayudar a ancianos que viven solos, organizar comedores sociales o recibir con los brazos abiertos a quienes huyen de la guerra o el hambre.
Nada sería posible sin la mayor riqueza de Sant’Egidio: sus voluntarios. Ángeles como Raquel, maestra, que recibe a la entrada con un beso y una sonrisa a los más de 200 invitados de Sant Just y Sant Pastor, a la mayoría de los cuales conoce por su nombre. O como Marta, profesora de Química, que ha hecho un brevísimo descanso para leer la petición de alguien en la urna de los deseos de la basílica: “Perquè mai deixeu d’estar al nostre costat”. O como Alícia, la abogada que anuló la multa de Manuel, el indigente que dirigía una empresa.
Todo el mundo ayuda en lo que puede. Con donativos, con su tiempo o con su trabajo. Hay que entregar la invitación a amigos como el alemán Frank, de Magdeburgo, que duerme en la estación de Sants y que un día llegó a Barcelona haciendo autoestop. “El año que viene, me vuelvo a Alemania”, dice. Lleva varios años diciendo lo mismo.
Otros voluntarios envuelven regalos o adornan los comedores. El menú, con platos especiales para los musulmanes, consta de entremeses, sopa de galets, canelones, pollo con ciruelas y piñones, macedonia y turrones. Todo se ha preparado en hogares particulares (los canelones de Cristina son más excelsos que los de Can Culleretes) y en cocinas cedidas por centros como la Escola Superior de Turisme de Barcelona, donde un chef vegetariano prepara un estofado de rechupete.
De todas las edades. Anónimos y algún rostro conocido, como una de las abanderadas de la nova cançó o un periodista radiofónico con uno de los programas estrella de la madrugada, que ha venido a echar una mano con su hija Clara, de 16 años. Más de 800 bienaventurados que han descubierto el verdadero significado de la palabra misericordia, que une miser (miserable, desdichado) y cordis (corazón): abrir el corazón a los más pobres. Y eso hacen Àxel, Marc, Clara, Anna o Sílvia, que anteayer cumplió 11 años y ayuda a preparar las macedonias en la Reial Acadèmia de Bones Lletres, otra de las instituciones a disposición de Sant Egidi. En la escuela Sagrada Família, no muy lejos de allí, Cinta, Glòria, Ada y otra Sílvia escriben amorosamente los nombres de los comensales en las tarjetas que presidirán las mesas.
Personas que nunca van a un restaurante –o, peor, que buscan alimentos en la basura– tendrán hoy una comida de gala y serán atendidas por una legión de servidores. Aunque, como dice una voluntaria, que repite quizá sin saberlo la pregunta del papa Francisco, “¿quién ayuda a quién?”. Victòria, que ha hecho de infatigable camarera, se abraza a Isabel y no puede reprimir las lágrimas cuando se acerca el momento final. Llora de alegría.
Un papá Noel más delgado que de costumbre sorprende a más de uno: “Tú eres Kilian. Tú, Daniel. Tú, Vanessa. Y tú, Isaías. ¿Que cómo lo sé? Porque os conozco desde que nacisteis”. Hay regalos para todos, pequeños y grandes. En la mesa presidencial hay indigentes, ancianos y refugiadas como la ucraniana Natalia o la siria Malika. El rector Puig pide que le traigan al bebé más pequeño de la iglesia. Y resulta ser uno de los 32 nietos de Josefa. Nació hace una semana. “¿Cómo se llama?”, le preguntan a su abuela, que sonríe: “Jesús, se llama Jesús”.
Antonia y Manuela, otra vez juntas
Hace años, una noche de invierno en que los voluntarios de la comunidad de Sant Egidi salieron a repartir mantas entre los sintecho de Barcelona, una frase los dejó helados: “Esta manta me salvará la vida, porque hoy me iba a morir de frío”. La pronunció Manuela, una anciana que ya ni recordaba desde cuándo dormía en la calle y que estaba especialmente triste porque había perdido uno de sus principales apoyos, a su amiga Antonia, que se había ido a vivir a una residencia de Figaró. Desde aquel día, Manuela, que afortunadamente ahora vive en una pensión, es una de las invitadas fijas a la comida de Navidad de la basílica de Sant Just y Sant Pastor. En el 2012, el azar quiso que se reencontrara en una de las mesas con una vieja conocida, su querida Antonia, a la que un voluntario había ido a buscar en coche. Los gritos de felicidad y los abrazos de las dos mujeres sobrecogieron a cuantos presenciaron la escena. Cuando preguntan a Raquel Sancho, una de las columnas que sustentan a Sant Egidi, cómo se elige a los comensales de la mesa presidencial, señala y dice: “¿Ves a aquellas dos señoras? Hace años, una noche de invierno...”
DOMINGO MARCHENA
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