Pascua de resurrecci�n


 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Homil�a

Hemos llegado a la Pascua despu�s de haber seguido a Jes�s en los �ltimos d�as de su vida. El domino pasado agit�bamos con alegr�a los ramos de olivo mientras entraba en Jerusal�n. Le hemos seguido despu�s en sus �ltimos tres d�as: nos ha acogido en el cen�culo con un deseo vehemente de amistad, hasta el punto que se arrodill� a lavar los pies y a donarse como pan �partido� y sangre �derramada�. Despu�s nos quiso junto a s� en el Huerto de los Olivos, cuando la tristeza y la angustia le oprim�an el coraz�n hasta hacerle sudar sangre. Su necesidad de amistad, que se fue haciendo m�s evidente, no fue comprendida, y los tres amigos primero se durmieron y despu�s, junto a los dem�s, le abandonaron. El d�a despu�s lo encontramos en la cruz, solo y desnudo. Los guardias le hab�an despojado de la t�nica, en verdad el mismo se hab�a ya despojado de la vida. Verdaderamente se dio completamente a s� mismo por nuestra salvaci�n. El s�bado fue un d�a triste, un d�a vac�o tambi�n para nosotros. Jes�s estaba al otro lado de aquella piedra pesada y, aunque sin vida, continu� d�ndola descendiendo �a los infiernos�, al lugar m�s bajo posible. Ha querido llevar al l�mite su solidaridad con los hombres, hasta Ad�n, como nos recuerda la tradici�n de Oriente.

El Evangelio de Pascua parte justamente de este l�mite extremo, de la noche oscura. Escribe el Evangelista Juan que �todav�a estaba oscuro� cuando Mar�a Magdalena fue al sepulcro. Estaba oscuro fuera pero sobre todo dentro del coraz�n de aquella mujer (como en el coraz�n de todo el que amaba a aquel profeta que �hab�a hecho todo bien�). Era la oscuridad por la p�rdida de un amigo que la hab�a comprendido, que le hab�a dicho lo que ten�a en el coraz�n, y la hab�a liberado de lo que m�s le oprim�a. Con el coraz�n triste Mar�a iba al sepulcro. Quiz�s recordaba los d�as anteriores a la Pasi�n, cuando le secaba los pies despu�s de hab�rselos rociado con ung�ento precioso, y los a�os, pocos pero intensos, que hab�a pasado con aquel profeta. Con Jes�s la amistad es siempre intensa, se podr�a decir que a este hombre no se le puede seguir de lejos, como hizo Pedro en estos d�as. Llega el momento de hacer cuentas y de la elecci�n de una relaci�n definitiva. La amistad de Jes�s es de las que te llevan a considerar al otro m�s que a ti mismo: �Nadie tiene mayor amor que el que da la vida por sus amigos�, hab�a dicho Jes�s. Mar�a de M�gdala lo constata personalmente aquella ma�ana cuando todav�a es de noche. Su amigo ha muerto porque la ha amado a ella y a todos sus disc�pulos, incluido Judas.

Al llegar al sepulcro ve que la piedra de la entrada, una l�pida pesada como toda muerte y separaci�n, hab�a sido quitada. Ni siquiera entra. Corre de inmediato donde Pedro y Juan: ��Se han llevado del sepulcro al Se�or!�, grita jadeando. Ni siquiera muerto, piensa, lo quieren. Y a�ade con tristeza: �no sabemos d�nde le han puesto�. La tristeza de Mar�a por la p�rdida del Se�or, aunque s�lo sea de su cuerpo muerto, es como una bofetada a nuestra frialdad y a nuestro olvido de Jes�s a�n en vida. Hoy esta mujer es un gran ejemplo para todos los creyentes, para cada uno de nosotros. S�lo con sus sentimientos en el coraz�n se puede encontrar al Se�or resucitado. Ella y su desesperaci�n mueven a Pedro y al otro disc�pulo a quien Jes�s amaba y corren inmediatamente hacia el sepulcro vac�o despu�s de haber empezado juntos a seguir al Se�or en la Pasi�n, aunque a distancia. Ahora �corren los dos juntos� para estar cerca de �l. Es una carrera que expresa bien el ansia de todo disc�pulo, dir�a de toda comunidad, que busca al Se�or.

Tambi�n nosotros, quiz�s, debemos correr de nuevo. Nuestro andar se ha hecho demasiado lento, quiz�s se ha anquilosado a causa del miedo a resbalar o a perder algo que nos pertenece, o a causa de la pereza de un realismo triste que ya no espera nada, o de la resignaci�n ante la guerra y la violencia que nos parecen inexorables. Debemos intentar volver a correr, dejando aquel cen�culo de puertas cerradas e ir hacia el Se�or. S�, la Pascua tambi�n es prisa. Llega primero a la tumba el disc�pulo del amor: el amor nos hace correr m�s r�pido. Pero tambi�n el paso m�s lento de Pedro lo hizo llegar al umbral de la tumba, y ambos entraron. Pedro primero, y vieron que todo estaba perfectamente en orden: las vendas estaban en su lugar, como quitadas del cuerpo de Jes�s, y el sudario �plegado en un lugar aparte�. No hab�a sido una intromisi�n o un robo: Jes�s se hab�a liberado �l solo. No hab�a sido necesario desatarle las vendas como a L�zaro. Las vendas estaban all�, como dobladas. Tambi�n el otro disc�pulo entr� y vio la misma escena: �Vio y crey� dice el Evangelio. Se hallaban ante los signos de la resurrecci�n y se dejaron tocar el coraz�n.

Hasta entonces �prosigue el evangelista- �no hab�an comprendido que seg�n la Escritura Jes�s deb�a resucitar de entre los muertos�. As� es con frecuencia nuestra vida: una vida sin resurrecci�n y sin Pascua, resignada ante los dolores de los hombres, recluida en la tristeza de la propia resignaci�n. La Pascua ha llegado, la piedra pesada ha sido apartada y el sepulcro se ha abierto. El Se�or ha vencido la muerte y vive por siempre. No podemos seguir cerrados como si el Evangelio de la resurrecci�n no se nos hubiera comunicado. El Evangelio es resurrecci�n, es renacimiento a una vida nueva. Hay que gritarlo por los tejados, hay que comunicarlo a los corazones.

Esta Pascua no puede pasar en vano, no puede ser un rito que con m�s o menos cansancio se repite cada a�o, debe cambiar el coraz�n y la vida de cada disc�pulo, de cada comunidad cristiana, del mundo entero. Se trata de abrir las puertas al resucitado que viene en medio de nosotros, como leeremos los pr�ximos d�as en las apariciones a los disc�pulos. �l deposita en los corazones de los hombres el soplo de la resurrecci�n, la energ�a de la paz, la potencia del Esp�ritu que renueva. Escribe el ap�stol: �Porque hab�is muerto, y vuestra vida est� oculta con Cristo en Dios� (Col 3, 3). Nuestra vida est� como envuelta en Jes�s resucitado y participa de su victoria sobre la muerte y sobre el mal. Junto al resucitado entrar� en nuestros corazones el mundo entero con sus esperanzas y sus dolores. Entrar� en este mundo del comienzo del milenio herido por la guerra y por tanta violencia, pero tambi�n atravesado por un gran anhelo de paz. Podemos decir que este mundo herido est� presente en el cuerpo mismo de Jes�s, en sus llagas que a�n est�n en su cuerpo. El nos las presenta a nosotros como hizo a sus disc�pulos, para que podamos cooperar con �l en el nacimiento de un cielo nuevo y una tierra nueva, donde no hay ya ni luto, ni l�grimas, ni muerte ni tristeza, porque Dios ser� todo en todos.