La sequía del norte de Kenya continúa afectando duramente sobre todo a las poblaciones rurales. Gracias a la recogida organizada por la Comunidad de Sant'Egidio se han podido enviar nuevas cargas de alimentos, que todavía es están repartiendo.

Se trata de muchas toneladas de maíz, arroz y azúcar. La misión abarca una zona habitada por unas 50.000 personas, en los pueblos de Baragoi y South Horr, en el distrito Samburu norte, a 700 km al norte de Nairobi, y Loiyangalani, en la costa oriental del Lago Turkana, que está a unos 800 km de la capital. El reparto se ha producido en colaboración con las misiones locales de los Padres de la Consolata, que se han ocupado también de continuar enviando las ayudas a todos los pequeños centros del distrito.

Las primeras dos localidades están situadas en una árida sabana típicamente africana que se caracteriza por la casi total ausencia de fuentes de agua. Las personas viven principalmente en pequeños pueblos sin casi ningún servicio; para proveerse de alimentos y de agua tienen que hacer, sobre todo las mujeres, varios quilómetros a pie cada día; también las escuelas, sobre todo misioneras, están lejos de los centros habitados. Por eso el índice de analfabetismo sigue siendo superior al 80%. La sequía ha puesto en crisis a la principal actividad económica, una pobrísima cabaña de cabras, camellos y asnos.

Cuando llegó la misión, lo primero que pidieron, sobre todo los niños, fue agua. La zona, además, está afectada por un duro enfrentamiento étnico entre las tribus samburu y turkana, un enfrentamiento por motivos tribales y también por el dominio de los pocos recursos del territorio. Por ese motivo la misión tuvo que procurar repartir de manera igual las ayuda entre los distintos asentamientos para evita que fueran motivo de más hostilidades. En cada pueblo al que íbamos nos pedían si habíamos dado la misma ayuda a los “enemigos”.

Las mujeres y los niños, vestidos dignamente con sus vestidos tradicionales que apenas esconden la delgadez fruto de la carestía, nos invitaban a visitar sus pobres cabañas en señal de bienvenida. La llegada de los alimentos fue un momento de fiesta. Sobre todo por el agua limpia. Las pocas fuentes, de hecho, son pozos naturales creados por las exiguas lluvias que deben compartir con los animales. La mayoría de las personas sufre patologías provocadas por la ausencia de agua potable. La lejanía de los grandes centros habitados significa también una total ausencia de servicios sanitarios. Los enfermos, cuando pueden, tienen que recorrer docenas, si no cientos, de quilómetros para que les visite un médico. Y muchos no lo logran.

Siguiendo hacia el norte, por carreteras cada vez menos transitables, se llega al lago Turkana. El ambiente se transforma rápidamente en un desierto de piedras negras con poquísimos árboles y una canícula que en algunos periodos del año se hace insoportable. En los últimos cuatro años ha llovido solo dos veces, y durante breves periodos. El pueblo de Loiyangalani es un pequeño aglomerado en el que se pueden encontrar algunos de los grandes males que afligen a toda África. Además de la sequía y la carestía, el país es un cruce de caminos de un intenso contrabando de armas provenientes de los próximos Sudán y Etiopía.

La pobreza del lugar contrasta con la presencia de algunas empresas europeas que están realizando prospecciones petrolíferas. Los aproximadamente 8.000 habitantes viven en pequeños asentamientos seminómadas que se desplazan en función de la poca disponibilidad de agua. Cuando no encuentran se ven obligados a beber la del lago, que es salada y calcárea. Las cabañas primitivas denuncian las duras condiciones de vida del lugar. La actividad principal, además del pastoreo, hasta hace pocos años era la pesca. Sin embargo, desde hace un tiempo, también la pesca ha dejado de ser un recurso a causa del cambio en el equilibrio ecológico del agua del lago. La reducción de su extensión, a causa de la escasez de lluvias, y la introducción de algunas especies de peces provenientes del Nilo que han destruido las especies locales han hecho que la pesca sea poco rentable.

Ahora la población depende solo de las ayudas externas. No hay ningún tipo de servicio. Poquísimas son las personas que reciben visitas médicas, y lo hacen tras un peligroso viaje hacia el hospital de la ciudad de Mararal, a doscientos quilómetros de distancia. La única asistencia existente es la de un dispensario de monjas.

A pesar de la presencia de algunas escuelas rurales, a causa de la distancia, los niños a duras penas asisten a clase. Por eso la incidencia del analfabetismo, sobre todo entre los adultos, es superior al 90%. Solo unos pocos hablan inglés o suajili y la mayoría saben utilizar solo los poco conocidos dialectos locales.

También allí hay un enfrentamiento étnico alimentado por la falta de recursos. Los que lo pagan son sobre todo los El Molo, una pacífica tribu –la más pequeña de las etnias de Kenya– que se convirtió al cristianismo, y cuyos cantos traicionan su lejano origen etíope. En todos los asentamientos las ayudas fueron un gran alivio a la situación de dificultad y, sobre todo, rompieron un aislamiento que,  en algunos aspectos, parece ser el sufrimiento más duro.