Del Evangelio según Mateo 10, 16-17;21-24
«Mirad que yo os envío como ovejas en medio de lobos. Sed, pues, prudentes como las serpientes, y sencillos como las palomas. Guardaos de los hombres, porque os entregarán a los tribunales y os azotarán en sus sinagogas;
«Entregará a la muerte hermano a hermano y padre a hijo; se levantarán hijos contra padres y los matarán. Y seréis odiados de todos por causa de mi nombre; pero el que persevere hasta el fin, ése se salvará.
«Cuando os persigan en una ciudad huid a otra, y si también en ésta os persiguen, marchaos a otra. Yo os aseguro: no acabaréis de recorrer las ciudades de Israel antes que venga el Hijo del hombre.
«No está el discípulo por encima del maestro, ni el siervo por encima de su amo.
Meditación de Andrea Riccardi (6 de febrero de 2006)
Queridos hermanos y hermanas,
Jesús dirige estas palabras a los discípulos. Pero nosotros muchas veces olvidamos que son para nosotros. Y aun así, una oveja, un siervo del Señor, un sacerdote de Roma, Andrea Santoro, fue asesinado como si estuviera entre lobos. El funeral se celebrará el viernes. Recuerdo las palabras de Ghassan Tueni en el funeral de su hijo asesinado: "En esta ocasión no invito a la venganza ni al odio; más bien quiero que, junto a mi hijo, quede enterrado para siempre el odio". La muerte de un cristiano llama a la paz.
El padre Andrea fue asesinado en Trebisonda, en la pequeña iglesia de Santa María, donde había celebrado la eucaristía el domingo en aquella exigua comunidad. Hubo un tiempo en el que allí había una gran comunidad cristiana. Iglesias antiguas, monasterios, liturgias en muchas lenguas y en muchos ritos, cuando el canto de los armenios se mezclaba con el de los griegos. Era el inicio del siglo pasado. La eliminaron masacres terribles y desplazamientos de población como consecuencia de los acontecimientos políticos de la Primera Guerra Mundial. La moderna ciudad esconde la historia de un sufrimiento antiguo y muchos muertos cristianos en viajes extenuantes, en masacres, ahogados en el mar. Pero eso es historia de hace casi un siglo.
Todo eso sucedió en Turquía, que tiempo atrás era tierra de cristianos, porque es la patria de la predicación cristiana, del apóstol Pablo, ciudadano de Tarso, y de su evangelización, de las Iglesias del Apocalipsis. Algunos cristianos –poquísimos–, fantasmas de una historia, como los del Tur Abdin sirio (donde resistieron más de 1.500 años, aunque ahora ya no están allí). Parecen restos de un naufragio histórico. Sin futuro. Historias antiguas, por las que no hay que llorar, aunque los nombres de aquellas ciudades resultan familiares a quien es amigo de la Biblia. Y a pesar de todo, alguien vuelve allí. ¿Para hacer qué? Andrea Santoro, de sesenta años, fue allí atraído por una vocación que sentía por aquella tierra. ¿Misionero? No pretendía el proselitismo sino decir con su presencia que Dios es amor: Dios ama a todo el mundo, a él, a los cristianos, a los turcos, a los musulmanes, a los judíos. No es una misión nimia.
Aquella tierra es santa, es una tierra bendita por los pies de aquellos que anunciaron el Evangelio: aquel Oriente del que salió el sol de la predicación de Jesús, que iluminó el mundo. No se podía quedar sin la misión de amor la tierra que dio a Pablo y a muchos otros. Andrea Santoro, en una ciudad turca del Mar Negro, lejos del mundo romano, el eclesial o el de la periferia donde había sido párroco, decidió vivir desde 2000 en la tierra del ocaso del cristianismo. Con ternura hacia la gente, con una piedad muy romana, con simpatía, con mucha oración, esperaba el alba de un nuevo día. Con paciencia, sin prisa...
El domingo le llegó la muerte. Una muerte que –dicen– fue obra de un joven que gritó "Alá akbar" como grito de guerra. ¿Una locura? Es sin duda un acto que hay que enmarcar en el clima incendiario del mundo musulmán, o al menos de una parte de ese mundo, tras la aparición de las viñetas sobre Mahoma. No, en aquel momento Dios no era grande, sino que era humillado, como lo fue durante la pasión: humillado porque se pronunciaba el nombre del Eterno mientras se derramaba la sangre del amigo. No nos corresponde a nosotros decir que eso no es el islam; pero eso, sin duda alguna, no es humanidad.
Pobre padre Andrea: se fue con sus sueños, con su bondad, con sus mensajes a los amigos romanos, con su web, ventana sobre Oriente Medio, con su pasión por el cristianismo oriental, por el recuerdo de un gran pasado, por las migas del presente. Sacerdote bueno, inquieto hijo del Concilio, compañero de nuestro Vincenzo, había mostrado la santidad de una inquietud que se había vuelto misionera: ejemplo para los sacerdotes y para los cristianos de Roma. Se fue a sesenta años. Como una oveja en medio de lobos.
¿Fue un musulmán quien lo mató? "Entregará a la muerte hermano a hermano". Eso es algo grave. Vuelve la historia de Caín con Abel. Porque el padre Andrea era solo un hermano. Quería ser hermano de los musulmanes. Como fra Carlo di Gesù, asesinado estúpidamente en el desierto del Sáhara y beatificado por Benedicto XVI. El asesino es siempre un necio. El padre Andrea murió como un hermano en una ciudad desierta de cristianos, hermano entre hombres a los que amaba. ¿Hasta cuándo los hermanos matarán a los hermanos? ¿Hasta cuándo, como en el Líbano, quemarán sus iglesias? "Quien vertiere sangre de hombre, por otro hombre será su sangre vertida, porque a imagen de Dios hizo Él al hombre", dice el Santo en el pacto de Noé que todo hombre debe respetar, sea cual sea su religión.
No habrá manos vengadoras. No porque seamos débiles, sino porque sabemos que "es fuerte el amor como la Muerte". Las piedras y los cuchillos pueden arrancar una presencia de amor, como la cristiana, pero no impedirán amar. La sangre derramada es de quien ha sido odiado por el nombre de Jesús, llamado Belcebú. Tal vez solo lo ha odiado uno, tal vez diez o cien, no lo sé. Pero su vida es Evangelio. Aquella sangre derramada nos revela a todos nosotros lo preciosa que es aquella tierra. Parece una tierra que no da frutos cristianos; es inútil cultivarla, es inútil gastar la vida en ella... Así reza la sabiduría común. Pero no pensaba así el padre Andrea Santoro, sacerdote de la periferia de Roma, que murió en la Turquía moderna, donde él todavía veía las huellas de los apóstoles.
¿Y no tenemos también nosotros, queridos amigos, que amar más aquellas tierras, a los cristianos que allí quedan, a los no cristianos que allí viven? También eso es amor: es un amor que parece estéril, el del ocaso, como para los ancianos. Pero sin ese ocaso –y esto lo entienden los mártires– no llega el alba. Es un ocaso dorado, precioso como la sangre de los amigos de Dios, en los que misteriosamente se esconde la resurrección.
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