El 24 de Marzo de 1980, casi 35 años atrás, Óscar Arnulfo Romero, arzobispo de San Salvador, era asesinado mientras celebraba el sacrificio eucarístico y ofrecía su vida por el pueblo salvadoreño, por su Iglesia y por haber proclamado sin claudicación el Evangelio de la paz y de la reconciliación en un país al borde de la guerra civil. Amigo de los pobres e hijo fiel del Concilio Vaticano II, en el curso de este año monseñor Romero será proclamado beato por el papa Francisco. Es un evento profundamente significativo para el continente latinoamericano que presenta hombres no-violentos, que no son héroes, sino firmes defensores de los valores de la paz y de la convivencia y venciendo al mal con la predicación del bien y de la misericordia.
Monseñor Romero, el cardenal Posadas Ocampo, asesinado en México por los narcotraficantes en 1993; Floribert Bwana Chui, de la Comunidad de San Egidio, asesinado en 2007 en la República Democrática del Congo por rechazar la corrupción aduanera, como los cristianos egipcios coptos recientemente degollados en Libia por la furia terrorista. Todos ellos junto con otros cientos de miles más forman parte de aquel ejército de mártires y de testigos de la fe que en el siglo XX han testimoniado la fidelidad al Evangelio, a Cristo, hasta la efusión de la propia sangre.
Escribía Martin Luther King en 1966 acerca de la no-violencia, como único camino hacia la libertad: “Solo el rechazo a odiar y matar puede poner fin a la cadena de la violencia en el mundo y conducirnos hacia una comunidad en la cual los hombres vivan juntos sin temores”.
Cuando san Juan Pablo II en el Jubileo de 2000 quiso celebrar ante el Coliseo de Roma la memoria de los nuevos mártires, indicó solemnemente el camino de una herencia cristiana común, de una herencia ecuménica: “El ecumenismo de los mártires y de los testigos de la fe es el más convincente; ello indica la vía de la unidad para los cristianos del Siglo XXI”. El papa Francisco, hablando de la fuerza del testimonio de los mártires, ha recordado que el “ecumenismo de la sangre” es tan llamativo y engendra en sí mismo semillas de comunión y de unidad en un cristianismo todavía dividido.
La experiencia del martirio en el novecientos, de hecho, ha sido patrimonio de ortodoxos, de fieles de las antiguas Iglesias de Oriente, de anglicanos, de protestantes. El genocidio al cual han sido sometidos los armenios, que el papa Francisco recordará en San Pedro el próximo 21 de abril, a cien años de este terrible acontecimiento, es signo de una memoria que no debe ser perdida. Este primer genocidio del siglo XX en el que no faltaron las motivaciones religiosas y que provocó el martirio de muchos cristianos, también pertenecientes a la Iglesia siria, constituye una página central de la historia de la persecución.
“Perdonen a los que me han matado”
Por otra parte, entre las Iglesias que han sufrido en mayor medida el martirio, se encuentra la ortodoxa rusa, en cuyo seno a partir de los años 90 se ha desarrollado un trabajo para la promoción de la memoria de los “nuevos mártires”.
Ortodoxos, protestantes y católicos han caído muchas veces los unos al lado de los otros. Como ha notado Andrea Riccardi, en su libro El siglo de los mártires: “en las situaciones de dolor y de martirio los cristianos han redescubierto y vivido la raíz única de su fe y han intuido algo que va más allá de cuanto se comprende en la vida normal de las Iglesias”.
Es importante destacar que el recuerdo de los mártires no comporta ni un abuso ni una patología de la memoria, donde en verdad el recuerdo del pasado se nutre de odios y de conflictos.
En este cuadro de la memoria de los “nuevos mártires” y de los confesores del siglo XX, las palabras de san Juan Pablo II son nuevamente iluminantes: “Si nos enorgullecemos de esta herencia no es por espíritu sectario y mucho menos por deseo de revancha en relación a los perseguidores… lo hacemos, perdonando, siguiendo el ejemplo de los muchos testigos matados mientras rezaban por su perseguidores”. En esta lógica la memoria de los testigos de la fe de nuestro tiempo conduce a la dimensión del perdón, no como elemento accesorio, sino como rasgo distintivo del mismo objeto de la memoria. De hecho es justamente a partir del mártir cristiano que surge el perdón al perseguidor. Entre los muchos testimonios de ello es emblemático el del seminarista libanés, Ghasibé Kayrouz, asesinado en 1984 mientras regresaba a su aldea después de haber sido amenazado. Él había escrito en su testamento: “Tengo un solo pedido para hacerles: perdonen a los que me han matado. Háganlo de todo corazón y pidan que mi sangre, aunque sea la sangre de un pecador, sirva para el rescate por el pecado del Líbano, una hostia mezclada con la sangre de aquellas víctimas caídas por todos lados y por todas las religiones…”.
La Comunidad de San Egidio custodia esta memoria desde hace años enriqueciendo con objetos de los mártires contemporáneos la iglesia de san Bartolomé en la isla Tiberina de Roma, proclamada por san Juan Pablo II como el Santuario Ecuménico de los “nuevos Mártires”. De hecho en las capillas laterales se exhibe por continente desde la estola del padre francés Jarlán, matado en Chile durante el régimen de Pinochet, a las conmovedoras cartas del pastor luterano Schneider a sus familiares, matado por los nazi en el campo de concentraciónde Buchenwald y muchos otros.
Una de las últimas memorias entregada a este Santuario es la Biblia de Shahbaz Bhatti, ministro de la Minorías Religiosas de Paquistán, asesinado en marzo de 2011 por fundamentalistas talibanes por su lucha a favor de los derechos de todas las minorías religiosas de su país y la abolición de la ley de blasfemia.
Decía el obispo de la Rioja, Enrique Angelelli, asesinado en 1976 durante la dictadura militar, cuando era presentando como obispo de esa diócesis: “Ayúdenle al obispo para que nunca deje de ser el proclamador del Evangelio, el santificador de los hombres y el buen pastor de su pueblo; para que no calle cuando debe hablar; iluminando, alertando, exhortando o amonestando; para que ningún cálculo puramente humano y mezquino haga silenciar su palabra o su acción”. El testigo de la fe es siempre un signo de contradicción frente a la injusticia y al atropello de la dignidad humana.
Desde hace años la Comunidad de San Egidio, tanto en Roma como en otras ciudades de Europa y también en Buenos Aires, recuerda a los mártires y a los testigos de la Fe contemporáneos. En un tiempo gris, entre la cultura de la resignación, la impotencia y la auto referencialidad, la luz de estos hombres y mujeres, cristianos de diferentes confesiones, iluminan con sus vidas entregadas, las tinieblas de un mundo cada vez más deshumanizado.
Vigilia de Oración en Buenos Aires
La Comunidad de San Egidio en Buenos Aires promueve este año, junto con los religiosos de la arquidiócesis de Buenos Aires, movimientos e instituciones ecuménicas, una Vigilia de Oración en recuerdo de los mártires y testigos de la Fe, que será presidida por el card. Mario Aurelio Poli y con la presencia de representantes de las diferentes confesiones cristianas. Será el Martes Santo, 31 de marzo, a las 19:45 en la Iglesia de San Ildefonso (Guise 1941, Ciudad de Buenos Aires).