“Llegó un día en el que, de pronto, me vi en la calle, durmiendo en la Plaza Mayor. Hasta que los conocí a ellos, a los amigos de la Comunidad de Sant’Egidio, que venían a vernos. Nos traían mantas y comida, pero lo que más me gustaba es que hablaban conmigo y me ofrecían su amistad. Con el tiempo, pudieron ayudarme mucho más. Por ellos, pude hacerme el carnet de identidad y acudir a una entrevista de trabajo. Me cogieron y estuve trabajando tres años. Con la crisis, me quedé en el paro, pero, al año, también consiguieron gestionarme una pensión. Me lo han dado todo, hasta la ropa que llevo cada día. Pero lo mejor fue cuando contactaron con mi hermana y mi madre y las convencieron de que he cambiado. Por mis amigos, hoy vivo con mi familia”.
Este es el testimonio de Miguel (no es su verdadero nombre), quien se vio hundido en el abismo, sin esperanzas. Sin embargo, en pleno corazón de Madrid, una ciudad en la que su Ayuntamiento se está planteando multar a los mendigos que piden en determinados espacios públicos (como centros comerciales) o duermen al raso en un banco, encontró a quienes le trataron siempre como a un hermano.
Hoy, aferrado a la oportunidad que le ha sido concedida, la aprovecha para ser él también espejo para los demás: “Soy uno más de la familia de Sant’Egidio. Yo también salgo con ellos a la calle, a dar mantas y comida, y a ver y hablar con quienes antes eran mis compañeros. Al verme tan bien, ellos tienen más motivos para creer”.
Son muchísimos, pero el caso de Miguel refleja lo que supone la acción de esta comunidad cristiana en la capital de España; una presencia de la que, precisamente, este mes de octubre se cumplen 25 años (en Barcelona surgió en esa misma época, habiendo nacido en Roma en 1968).
Tíscar Espigares, una de sus iniciadoras, recuerda cómo se gestó todo: “En un viaje a Italia con mi parroquia, conocí a un grupo de Sant’Egidio. Desde el principio, me encantó cómo vivían el Evangelio, de un modo concreto, sencillo y radical, entregado al amor hacia las personas pobres. Con un grupo de amigos, decidimos empezar en el barrio de Pan Bendito, uno de los más pobres de Madrid. Fue de un modo familiar, directo y nada programado. Nos presentábamos en las casas y acompañábamos a las familias. Hablábamos con ellas sobre sus problemas y tratábamos de ayudar a los niños a estudiar, en un ambiente de confianza. Como el absentismo escolar era muy alto, también nos ofrecimos a acompañar a sus hijos al colegio. En el fondo, éramos como sus hermanos mayores”.
Escuela de la Paz
Así fue como surgió la Escuela de la Paz. Carlos Busto, su actual responsable, explica el espíritu que la nutre: “En realidad es un espacio para compartir y convivir, con el mismo estilo de los inicios: buscamos a los niños en su propia casa y los acompañamos luego de vuelta. La asociación de vecinos de Pan Bendito nos cedió en su día un local y allí estamos con los chavales, ayudándoles con los deberes, jugando, conociendo sus problemas. Muchos fines de semana también vamos al cine o a cualquier otro sitio. Y en verano organizamos unas vacaciones en las que, además de descansar, estudiamos y procuramos que los chicos lleven una vida ordenada y serena”.
Mirando hacia atrás, la satisfacción de Carlos es enorme: “Hoy son más de 50 niños, pero en estos años habrán pasado unos 300. A los miembros de la comunidad que están desde el principio, les impresiona ver a muchos de los que entonces acogían y que hoy son padres de los chicos que acogen ahora. Yo llegué en 1994, cuando estudiaba en la universidad para ser maestro. Había sido bautizado y mi familia era muy creyente, pero yo no era nada practicante. Pronto me enamoró ver ese servicio a los niños desde la fe. Eso me atrapó el corazón y me hizo descubrir el Evangelio, pues ponía palabras a lo que yo vivía aquí”.
Jesús Romero, que pertenece al grupo original que dio vida a la comunidad, rememora el panorama que encontraron dos décadas atrás: “Entonces, la mayoría de los niños no querían ir al colegio. Pero te dabas cuenta de que, en el fondo, lo que necesitaban para ir era sentirse queridos. Nosotros les hemos dado ese amor y hoy te emociona ver cómo muchos de ellos han ido a la universidad, tienen su trabajo y son padres responsables, con su familia y su entorno”.
En el año 2000 se produjo un punto de inflexión para Sant’Egidio en Madrid. Manuela Pérez, otra de las que pusieron en marcha el grupo, cuenta que todo fue fruto de mirar a su alrededor: “Observando la realidad en la ciudad, más allá del barrio de Pan Bendito, vimos con sufrimiento la situación de los inmigrantes o de quienes vivían en la calle. Así, una noche muy fría de ese febrero, de un modo improvisado y con el mismo espíritu de sencillez que en 1988, salimos a la calle con mantas. Sin saberlo, así empezó nuestro servicio a las personas sin hogar. Al hablar con ellos, todos nos decían lo mismo: ‘Tengo hambre’. Y nosotros ese día solo llevábamos mantas… Desde entonces, y no hemos faltado ni una sola semana, todos los miércoles (los adultos) y viernes (los más jóvenes) salimos a la calle con ropa y comida. Repartimos más de mil cenas por semana, pero lo más importante es que les ofrecemos de corazón nuestra amistad”.
Esto es con lo que se queda Manuela, con lo mucho recibido a cambio: “Cuando me operaron, una gran fuerza fue que mis amigos de la calle llamaban para preguntar por mí. Por no hablar de Luis, que siempre dice que su mayor problema, más allá de su difícil situación, es que su madre nunca le quiso; pues bien, cada Día de la Madre, la primera felicitación que recibo siempre es la suya. Somos una familia”.
De ahí que no les guste referirse a sí mismos como una institución, ni siquiera pensar excesivamente en lo redondo de su 25º aniversario. “Hemos cumplido el sueño de vivir el Evangelio en esta ciudad –profundiza Tíscar–, y queremos vivirlo cada día. Al igual que san Pablo, queremos continuar hasta el final en la carrera de la vida. Y, cuando esta termine, poder decir que conservamos la fe”.
La Comunidad de Sant’Egidio seguirá siendo en Madrid el hospital de campaña con el que el papa Francisco equipara a la Iglesia. Lo harán con sus manos, su corazón y su oración. No dejarán de mirar a su alrededor y tratarán de descubrir dónde están las nuevas pobrezas. Y es que, junto a los niños, los inmigrantes o las personas sin hogar, ya han advertido los graves riesgos para los ancianos, a los que la crisis está dejando indefensos. Desde hace algún tiempo, han empezado a acogerles en la casa de la comunidad, a hablar con ellos y a ayudarles en las dificultades de la vida cotidiana. Ya son los abuelos de una familia rebosante de amor.
Evangelio encarnado
Todos aquellos que en Madrid quieran colaborar con la Comunidad de Sant’Egidio, pueden acudir al local con el que, desde 2008, cuentan en la Calle Olivar, 1 bis, muy cerca de la estación de metro de Antón Martín. Allí, miércoles y viernes, preparan la comida (cuentan con una olla con capacidad para cien litros) y se reparten en grupos por barrios del centro.
Allí les esperan sus amigos, víctimas de la mendicidad. Saben que les recibirán con una sonrisa y les contarán cómo les va todo. Entre ellos, tal vez esté Antonio, quien acude a ducharse al local porque, como explica Carlos Busto, “solo aquí se encuentra en familia”.
Después, a las ocho y media de la tarde, todos se reúnen en la cercana iglesia de Santa Isabel. Allí cantan y rezan, todos juntos, en auténtica comunidad.
Para gozo de Carlos Trujillo, otro de los miembros de la familia de Sant’Egidio: “Llegué hace varios años, en un momento en el que buscaba un lugar donde vivir el Evangelio. Y aquí lo he encontrado, en una unión entre una espiritualidad profunda y el compromiso social, poniendo el rostro del Señor en los sufrientes, que además son mis amigos”.
Subraya que Sant’Egidio no es una ONG, ni una institución. Es una comunidad de hermanos donde rezan y se socorren los unos a los otros, regalándose todos entre sí vida. Evangelio puro, encarnado.