Recteur de l’Université pontificale Catholique, Argentine
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Me han solicitado una breve intervención sobre la situación de América Latina.
A primera vista, contemplando la inmensa y variada realidad latinoamericana, resulta difícil decidir por dónde comenzar. Pero, uniendo esta temática al objeto y características de la reunión a la cual la Comunidad de Sant’Egidio ha tenido la amabilidad de invitarme, se me ocurre buscar en la historia de nuestros países elementos que estén operando en el presente y puedan proyectarse hacia el porvenir.
Pienso, así, en los orígenes históricos de los países latinoamericanos: el afán a la vez conquistador y colonizador de España, el encuentro asombroso y la integración con el indígena de esas tierras, la transferencia de la cultura europea de nuestras ciudades, los debates y avances de todo tipo que este proceso provocó, la formación de una generación nativa que absorbe las nuevas ideas, el incipiente progreso material, el fértil terreno que la Iglesia católica encontró en esta nueva empresa apostólica, los vaivenes de la historia europea que alimentaron el deseo juvenil de independencia por parte de los primeros líderes de nuestros países, el desarrollo político, económico, social y cultural autónomo que llega hasta nuestros días y, finalmente, la apertura dinámica a un mundo globalizado que caracteriza el momento actual.
Con sus luces y sombras, son éstas las etapas por las que pasó nuestro continente.
Europa nos trajo cultura, Europa nos trajo progreso, Europa nos trajo la Fe. Así, con inmenso optimismo y ante un mundo expectante, a principios del siglo XIX América Latina se sumó al bloque de los países occidentales libres.
Hoy nos cuesta reconocer este continente al que muchos han llamado “la esperanza de la Iglesia”, y “la esperanza de la humanidad”. Países prósperos y florecientes, parecen no encontrar el rumbo para alcanzar el bien común de sus pueblos y la cultura, una vez pujante y prometedora, parece hundirse en la mediocridad y la banalización.
Actualmente el mundo se debate entre el terrorismo fratricida y la represalia genocida; entre el consumismo indiferente a la indigencia de muchos, y la pobreza que es un desafío para la dignidad humana. El proceso de globalización que vivimos no siempre se compadece con un adecuado respeto por las riquezas propias de cada cultura. Las naciones más pobres se debaten entre las exigencias derivadas de endeudamientos contraídos y en algunos casos no aciertan a encontrar el camino para su legítimo desarrollo. Procesos de corrupción de todos conocidos no colaboran en el hallazgo de soluciones creíbles. Realidades como la familia, la niñez, la juventud, la mujer no siempre son correctamente valoradas.
Todo esto parecería mostrarnos un panorama más bien desalentador sobre la realidad latinoamericana.
Sin embargo, aún en medio de grandes desafíos, considero que América Latina tiene un legado que ofrecer a la humanidad, y es sobre este legado que quiero llamar la atención a través de estas palabras.
Todos nuestros países, nuestras sociedades, nuestras economías, nuestros gobiernos, nuestra historia: todos tenemos matices, acentos, diferencias. Pero nos unen las mismas raíces culturales y religiosas. Nos une también una misma esperanza ante el futuro. Nos une una pureza de costumbres e ideales que, a pesar de todo, siempre se abren paso.
Hoy como siempre, el mensaje de la doctrina social de la Iglesia es capaz de prestar nueva luz a este panorama, e iluminar a los latinoamericanos con la verdad manifiesta de que todos los hombres hemos sido creados para vivir la comunión, unos con otros.
Y a partir de aquí, somos capaces de levantar toda una cosmovisión que va poniendo claridad en el andamiaje social y que va enunciando algunos principios fundamentales a partir de los cuales es posible ordenar la convivencia social según el Evangelio. Estos principios son especialmente aplicables a la realidad latinoamericana, ya que acuden para prestar sentido a las demandas actuales de todo tipo que nos acechan:
- En primer lugar, el principio de la dignidad común y fundamental de la persona humana nos hace mirar al prójimo con otros ojos, en los que se refleja la alegría de reconocernos hermanos.
- Los principios de la existencia de un bien común internacional y de la solidaridad entre los pueblos nos ayudan a analizar problemas tan graves hoy como el terrorismo, la ecología, la deuda externa y muchos más.
- La idea de la globalización de la solidaridad nos amplía enormemente las posibilidades para resolver los problemas de muchos hermanos, aún distantes.
- La importancia asignada por la doctrina social de la Iglesia a la “justicia social” nos hace ver que es posible combatir la pobreza y la marginación.
- La opción preferencial por los pobres nos enseña a amar a los hermanos más necesitados y a procurar su bienestar.
- El auténtico progreso del género humano ligado al destino trascendente de la personas nos empuja a salir del materialismo y la superficialidad.
- La prioridad de una ética no utilitarista nos enseña a poner en el centro del ordenamiento social a la persona humana
- La violencia y el terrorismo como opuestas al auténtico espíritu religioso nos hacen valorar una vez más la trascendencia del hombre. .
- La justicia y el perdón como los fundamentos de la paz nos permiten trabajar el ordenamiento internacional sobre bases más sólidas y firmes.
- La confianza recíproca, que debe renovarse siempre, nos alienta a hacer de nuestro mundo un ámbito más seguro y humano.
- La promoción de un estilo de vida sencillo y austero nos ayuda a acercarnos al prójimo y a descartar la vorágine consumista e irresponsable de nuestras sociedades.
- La valoración de la familia nos proporciona un ámbito más plenificante donde nacer, criarnos y educarnos.
- La problemática de los inmigrados nos llama a vivir el valor evangélico de la fraternidad y a realizar el plan de Dios de una comunión universal
- El reconocimiento de la función de la juventud como elemento dinamizador del cuerpo social, proporciona a los jóvenes un lugar insustituible en el cuerpo social.
Hoy estoy convencido de que América Latina tiene un gran futuro. Si privilegiamos aquellos muchos elementos que nos unen frente a aquellos pocos que nos dividen, entonces encontraremos en nosotros el potencial para un ejemplo para el resto del mundo. La unidad del género humano es una realidad más fuerte que las divisiones contingentes que separan a los hombres y los pueblos. Estas divisiones son sólo coyunturales. La verdad más profunda es la otra: el llamado a la comunión.
Estimados miembros y amigos de la Comunidad de Sant’Egidio: nuevamente expreso mi gratitud por estar compartiendo con ustedes este encuentro. Que el Señor nos ilumine a todos: a los pastores, para que podamos cumplir la misión que Dios nos pide y a los laicos, para que su gestión en el mundo sea eficaz y evangelizadora. Esta es la hora de los compromisos, tanto en América Latina como en todos los continentes, para levantar un mundo nuevo más fraterno, la tan ansiada civilización del amor entre todos los pueblos. Muchas gracias.
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