|
Queridos amigos,
los setenta años del inicio de la Segunda Guerra Mundial son para cada uno de nosotros, y en particular para mí como alemán, motivo de reflexión, de vergüenza pero también de compromiso por la reconciliación. Cuando estalló la guerra yo era un niño de seis años. Viví el estallido de las hostilidades como un niño de seis años, cuyo padre fue llamado en plena noche para incorporarse al ejército como soldado, para una guerra que fue una tragedia humana y política para Europa y para el mundo. La guerra costó la vida a 60 millones de personas, entre las que había seis millones de judíos asesinados, y sumió a Europa en masacres. El pueblo polaco tuvo que sufrir un dolor especialmente inenarrable. Con profundo respeto y pesar me arrodillo ante a todas las víctimas de esta violencia inhumana, perpetrada en el corazón de Europa.
Veinte años después del final de la guerra y en las postrimerías del Concilio, obispos polacos y alemanes que estaban en los bancos del Concilio se acercaron para darse la mano en signo de reconciliación. Inolvidables son las palabras de los obispos polacos liderados por el gran cardenal Stefan Wyszynski: “Damos el perdón y pedimos el perdón”. Los obispos alemanes contestaron: “Con temor reverencial os damos la mano que nos dais". Aquel inicio no fue fácil para ninguna de las dos partes, pero desde entonces el hilo no se ha roto jamás. En calidad de encargado de la Conferencia episcopal alemana para las relaciones germano-polacas pude recordar estos acontecimientos treinta años después en Varsovia. En aquella ocasión pude decir con agradecimiento: “Se ha puesto un freno al espíritu maligno del odio. Los que eran enemigos se han convertido en amigos".
Desde entonces, hace ahora veinte años, ha caído el muro de Berlín y se ha desmantelado la cortina de hierro que dividía en dos no sólo mi patria, sino toda Europa. Este acontecimiento marcó el final definitivo de la Segunda Guerra Mundial. No todas las heridas están curadas todavía. Por eso es para mí un verdadero placer que nos reunamos en esta antigua metrópolis europea, Cracovia, en el espíritu del gran papa Juan Pablo II y de su iniciativa de paz de Asís, para manifestar como cristianos de muchos pueblos europeos, junto a amigos de todo el mundo, la voluntad común y el compromiso común por la reconciliación y por la paz entre los pueblos, las culturas y las religiones. Mi agradecimiento va en particular a la Comunidad de Sant’Egidio, no sólo por la invitación a venir hoy a Cracovia, sino por todo su trabajo por la paz y por la reconciliación.
Reconciliación y paz, al igual que odio y guerra, tienen su inicio en lo más profundo del corazón humano. La paz entre los pueblos debe, por tanto, empezar por la paz entre las religiones. Por eso, después de la catástrofe de la Segunda Guerra Mundial, las religiones y las iglesias se concienciaron de que la paz es un pilar de todas las grandes religiones. En la Biblia es un concepto fundamental, tanto si es la Biblia de los judíos como la de los cristianos. El Concilio Vaticano II, el papa Juan Pablo II y su sucesor Benedicto XVI han continuado por este camino de reconciliación y de paz y lo han convertido en un recorrido irreversible para la Iglesia católica.
Hemos fijado un nuevo inicio en el diálogo interreligioso, en el diálogo entre judíos y cristianos, así como en el diálogo ecuménico. Los primeros frutos son destacables. De todo ello doy gracias a nuestros interlocutores y amigos. Pero todavía no nos hemos acercado al final. Sólo estamos al inicio de un camino que quiere poner fin a antiguas incomprensiones, profunda desconfianza y prejuicios injustos, para curar antiguas heridas y construir comprensión, reconciliación y amistad entre pueblos, culturas y religiones.
El camino será todavía largo, sin duda. Pero nosotros, a los no pocos escépticos del diálogo en la verdad y en el amor, les contestamos: “Nosotros continuamos. Nosotros no cedemos”. La Iglesia católica se ha comprometido definitivamente en este camino. Porque Dios es un Dios de la paz y el principal símbolo cristiano, la cruz, simboliza la paz y la reconciliación. Por eso estamos seguros de que la verdad y el amor se revelarán más fuertes que el odio y la violencia. La única alternativa a la violencia es para nosotros el diálogo. Queridos amigos, que Cracovia pueda representar, con la ayuda de Dios, un paso más en este camino.
|