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Celebración del 41 aniversario de la Comunidad en San Giovanni in Laterano: La homilía del card. A. Vallini


 
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Liturgia eucarística con motivo de la celebración del 41 aniversario de la Comunidad de  Sant'Egidio
Roma, basílica de San Giovanni in Laterano

12 febrero 2009

Homilía del card. Agostino Vallini
Vicario de Su Santidad para la diócesis de Roma

Gen. 2, 18-25
Mt. 7, 24-30

Hermanos y hermanas!
 
1. La palabra de Dios que acaba de ser proclamada nos presenta en la primera lectura la historia de la creación. Después de que el Señor Dios puso al hombre en el jardín del Edén, para que se lo cultivara y lo custodiara, dio al hombre el mandamiento de no comer del árbol del conocimiento del bien y del mal, porque, el día que de él comiera, moriría (cf. Gen. 2, 17).
En el contexto de la prohibición divina se coloca la atención solícita de Dios por el hombre. "No es bueno que el hombre esté solo. Voy a hacerle una ayuda adecuada" (v. 18). Dios vio que el hombre estaba solo y que la soledad no era algo bueno; el hombre está hecho para estar junto a otros. Pero incluso antes, en el acto creativo de Adán, Dios había dicho: "Hagamos al ser humano a nuestra imagen, como semejanza nuestra" (Gen. 1, 26). Creando al hombre, Dios quiso un "tú" que tuviera relación con él. Los padres de la Iglesia a menudo han interpretado la dicción plural (Hagamos al ser humano a nuestra imagen) como signo de la presencia trinitaria en la creación y de su destino: vivir en comunión con Dios.
 
2. En el diseño providente del Señor fuimos creados para ser personas en relación. Este proyecto, inscrito en nuestra naturaleza, en la plenitud de los tiempos - como sabemos -, Dios lo ha llevado a su plenitud, haciéndose él mismo hombre en Jesucristo para compartir la historia humana y librarla, a través del misterio pascual, de toda soledad sin futuro y sin felicidad.
En la Biblia es recurrente la imagen del encuentro, de la fiesta, de las bodas para indicar que el destino del hombre no está en la soledad, sino en la comunión. El Nuevo Testamento, además, nos recuerda que el mismo Jesús se hace cercano y amigo de quien sufre, cura a los enfermos, es el buen samaritano que se ocupa de aquel que está mal, se identifica con todo aquel que vive cualquier forma de sufrimiento y de marginación, perdona el pecado de la mujer pecadora, recordándole su dignidad social, en la parábola del padre misericordioso acoge nuevamente en el amor familiar al hijo pródico, antes de la pasión reza al Padre para que recomponga a los suyos en unidad sobre el modelo de la unidad de las personas divinas, en la cruz abate el muro de separación entre Dios y el hombre y, tras su resurrección, envía a los suyos al mundo para que anuncien la buena nueva del evangelio: recomponer en la unidad del Padre, del Hijo, y del Espíritu Santo la unidad del mundo entero.
 
3. El capítulo 7 del evangelio de san Marcos (vv. 24-30) nos ha recordado la misión de Jesús en los territorios paganos donde encuentra a una mujer, pagana de religión y sirofenicia de nacionalidad. En el diálogo que se establece se percibe a primera vista un tono duro de la respuesta de Jesús a la mujer: no se puede dar a los infieles paganos el pan reservado a los fieles judíos. Pero la continuación de la narración ofrece la clave para la justa interpretación de aquel aparente severo pronunciamiento. Efectivamente, en la respuesta de la mujer: "Sí, Señor; que también los perritos comen bajo la mesa migajas de los niños" (es la única vez que Marcos utiliza el título Kyrios — Señor dirigido a Jesús en un contexto narrativo) se comprende que aquella ya no es sólo una madre pagana que pide un milagro al que tiene el poder de hacerlo, aunque sea judío, sino que representa — de algún modo — la comunidad de los paganos convertidos a la fe. De hecho la curación de la niña es el signo del don de la salvación ofrecida a la fe de la madre. La aparente dureza de Jesús, en el contexto del secreto mesiánico ("quería que nadie lo supiese"), tiene como resultado suscitar la fe y abrir al don del amor: también los paganos son admitidos al banquete salvífico, porque el amor de Dios es para todos.
 
4. Queridos hermanos y hermanas, en la historia de la Iglesia este pasaje de la identidad de la vida cristiana, vivir y dar testimonio del amor de Dios hacia toda persona humana, haciéndose próximo a ella para que pueda superar la soledad de la marginación y descubrir el rostro del Señor que quiere la salvación de todos, ha suscitado innumerables santos y muchas formas de seguimiento y de generoso servicio apostólico.
Estamos aquí esta tarde para dar gracias al Señor por los 41 años de vida de la Comunidad de Sant'Egidio. En los años de contestación del 68, un grupo de jóvenes estudiantes — con el deseo de redescubrir el Evangelio — vivieron el impulso del cambio no en la limitada perspectiva de la vida reducida a ideología exasperada, carente de la dimensión fundamental, la del cambio de uno mismo, sino en la confianza de la Palabra de Dios, seguros de que la renovación de la vida personal iba a renovar también la sociedad. El encuentro con la Palabra de Dios, que se convirtió progresivamente en escucha y oración, amplió los horizontes e hizo dirigir la atención hacia las inmensas soledades de las pobrezas metropolitanas. La palabra de Jesús: "cuanto hicieron a uno de estos hermanos míos más pequeños, a mí me lo hicieron" (Mt. 25, 40) dio calor a aquellos corazones juveniles y los conformó al corazón de Cristo, descubierto en el rostro del hambriento, del sediento, del enfermo, del encarcelado y del extranjero. Así los miembros de las Comunidades empezaron a interesarse, diría que casi espontáneamente, por los pobres de las barriadas de chabolas de los inmigrantes de la Italia meridional que poblaban la periferia de Roma y luego las barriadas históricas, como si fuera el propio Cristo. En estos mundos de sufrimiento, que necesitaban amistad, solidaridad pero también Evangelio, el Señor empezó a realizar dos prodigios: hacer descubrir a los jóvenes de la Comunidad el rostro de Cristo en el rostro de los pobres, y a los pobres la proximidad de Cristo y de la Iglesia en la presencia de los jóvenes.
Eran los años del fervor posconciliar y del descubrimiento de la vocación laical: el clima de sentirse plenamente Iglesia animaba a ser portador no de un puro impulso juvenil que se hacía solidario ante los dramas sociales, sino de mostrar en el propio rostro el de la iglesia, porque la Iglesia tiene el rostro humano de sus miembros. Y los laicos lo son a todos los efectos. De este modo, la Iglesia, también a través de la acción de los jóvenes de la Comunidad, se hacía más próxima a la gente, y le hacía sentir la simpatía de la vida cristiana y eclesial. El evangelio vivido en la escucha de la Palabra de Dios, en la liturgia y en la oración, así como en el servicio a los pobres, fue la propuesta con la que la Comunidad de Sant'Egidio se acercó a muchos jóvenes y adultos que habían dejado la profesión de su fe al margen de la vida.
 
5. Este es, creo, queridos amigos de Sant'Egidio, vuestro carisma, este es vuestro estilo de vida, por el que hoy, una vez más, damos gracias al Señor.
La pequeña semilla de hace muchos años se ha convertido en un gran árbol, que extiende sus ramas robustas en muchas iglesias de Italia y en muchos países del mundo. La pluralidad de iniciativas a favor de quien vive la soledad dura de la vida: pienso en los niños y los adolescentes en dificultad con las "Escuelas de la paz", en los ancianos, en los vagabundos, en los gitanos para promover la integración social, en los encarcelados, en los discapacitados mentales con los talleres experimentales, en los enfermos psíquicos, en los inmigrantes y en todas las otras expresiones de pobreza, les ha permitido y les permite construir en muchos ambientes y en los numerosos barrios anónimos de las ciudades en las que trabajan – naturalmente, yo tengo presente Roma en particular – aquel "tejido de humanidad caritativa" que el mundo necesita urgentemente. Ser amigos de los hombres, de los pequeños y de los pobres, acercarse a ellos, descubrir su soledad y llenar de presencia es realmente convertirse en buenos samaritanos, según el estilo del Evangelio.
Igualmente significativo y valioso es lo que ustedes llaman "trabajo cultural", es decir, la atención por dialogar con los ambientes en los que están presentes, por animar la vida de los barrios, en colaboración con las parroquias, acción apostólica que tiene por fin hacer entrar en el tejido social una mentalidad de solidaridad inspirada en el Evangelio. En esta perspectiva es loable también el trabajo por el fomento de la paz.
 
6. Queridos hermanos y hermanas, queridos amigos de Sant'Egidio, vuestra presencia en la Diócesis de Roma con miles de miembros es una riqueza de fe, de testimonio y de caridad activa. En nombre de la Diócesis del Papa les doy las gracias y les animo a continuar con alegre perseverancia. En una gran metrópolis como Roma, profundamente transformada respecto a un pasado reciente, donde la vida se está haciendo difícil, por muchos motivos, y se va haciendo más dura por la crisis económica que toca a muchas familias, el testimonio que cada uno de ustedes da, ofreciendo su tiempo, su generosidad con un claro estilo de gratuidad y amistad, haciéndose próximos a los que sufren, es un gran mensaje de amor que invita a superar la tentación de cerrarse en uno mismo y de ocuparse sólo de los intereses propios. En un mundo confuso por mil mensajes, ustedes muestran la belleza de la vida humana y cristiana.
Les animo, pues, a responder ante todo con gran generosidad a su primera y fundamental vocación, que es la de santidad, es decir, la perfección de la caridad. El querido Juan Pablo II, en la Exhortación Apostólica Christifideles laici, escribía: "Se puede decir que esta precisamente [es decir, la vocación a la santidad] fue la consigna principal que un Concilio que quería la renovación evangélica de la vida cristiana confió a todos los hijos y las hijas de la Iglesia". Y añadía: "Esta consigna no es una simple exhortación moral, sino más bien una insoportable exigencia del misterio de la Iglesia... Hoy es en extremo urgente que todos los cristianos retomen el camino de la renovación evangélica, acogiendo con generosidad la invitación apostólica a «ser santos en toda la conducta» [1 P. 1, 15]" (n. 16). Crezcan, pues, en una intensa vida interior: nútranse cada día con la Palabra de Dios, alaben al Señor y acojan el don de la salvación en la celebración de la Eucaristía: así intensificarán aquel estilo de caridad que ya les distingue.
Y no olviden que el Señor les habla a través de los pobres a los que sirven. Los pobres son nuestros maestros y benefactores: su oración por ustedes, la enseñanza silenciosa pero elocuente sobre el valor de la vida vivida sin pretensiones, con simplicidad, esencialidad y adaptabilidad a todos los cometidos a los que son llamados a hacer frente, el sentido de la gratitud que les demuestran, son grandes luces y valores humanos y cristianos a los que no debemos ser insensibles, desmintiendo la falsa convicción de que sólo nosotros somos capaces de hacer el bien.
Sean, por último, en la ciudad de Roma y en el mundo, aquella corriente de paz, de cordialidad en las relaciones, de amistad entre los pueblos, a través de la que se afirma y se difunde la cultura del respeto, de la predisposición a la escucha y a acoger el bien de cualquier persona: contribuirán así a hacer un mundo menos desconfiado, menos conflictivo y menos violento.
Sobre el ejemplo de los mártires del siglo XX, cuyo memorial en la antigua basílica de San Bartolomeo en la Isla Tiberina, esfuércense en imitar la valentía de aquellos héroes de la fe y de ser perseverantes en servir el Evangelio, con la seguridad de que – tal como les dijo el año pasado el Santo Padre Benedicto XVI – "la auténtica amistad con Cristo será la fuente de su amor mutuo. Con la ayuda de su Espíritu, podrán contribuir a construir un mundo más fraterno".
 
 
Agostino Card. Vallini



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