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Cena del Señor 2010


 
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Primera Lectura

Éxodo 12,1-8.11-14

Dijo Yahveh a Moisés y Aarón en el país de Egipto: Este mes será para vosotros el comienzo de los meses; será el primero de los meses del año. Hablad a toda la comunidad de Israel y decid: El día diez de este mes tomará cada uno para sí una res de ganado menor por familia, una res de ganado menor por casa. Y si la familia fuese demasiado reducida para una res de ganado menor, traerá al vecino más cercano a su casa, según el número de personas y conforme a lo que cada cual pueda comer. El animal será sin defecto, macho, de un año. Lo escogeréis entre los corderos o los cabritos. Lo guardaréis hasta el día catorce de este mes; y toda la asamblea de la comunidad de los israelitas lo inmolará entre dos luces. Luego tomarán la sangre y untarán las dos jambas y el dintel de las casas donde lo coman. En aquella misma noche comerán la carne. La comerán asada al fuego, con ázimos y con hierbas amargas. Así lo habéis de comer: ceñidas vuestras cinturas, calzados vuestros pies, y el bastón en vuestra mano; y lo comeréis de prisa. Es Pascua de Yahveh. Yo pasaré esta noche por la tierra de Egipto y heriré a todos los primogénitos del país de Egipto, desde los hombres hasta los ganados, y me tomaré justicia de todos los dioses de Egipto. Yo, Yahveh. La sangre será vuestra señal en las casas donde moráis. Cuando yo vea la sangre pasaré de largo ante vosotros, y no habrá entre vosotros plaga exterminadora cuando yo hiera el país de Egipto. Este será un día memorable para vosotros, y lo celebraréis como fiesta en honor de Yahveh de generación en generación. Decretaréis que sea fiesta para siempre".

Salmo responsorial

 

 

Salmo 115 (116b)

Te ofreceré sacrificos de acción de gracias

¡Tengo fe aún cuando digo:
"soy un desdichado!",

yo que dije consternado:
"los hombres son mentirosos".

¿Cómo pagar al Señor
todo el bien que me ha hecho?

Alzaré la copa de salvación
e invocaré el nombre del Señor.

Cumpliré mis votos al Señor
en presencia de todo el pueblo.

A los ojos del Señor es preciosa
la muerte de los que lo aman.

¡Ah, Señor, yo soy tu siervo,
tu siervo, hijo de tu esclava,

tú has soltado mis cadena!
Te ofreceré sacrificio de acción de gracias e invocaré el nombre del Señor.

Cumpliré mis votos al Señor
en presencia de todo el pueblo,

en los atrios de la Casa del Señor,
en medio de ti, Jerusalén.

 


 

Segunda Lectura

Primera Corintios 11,23-26

Porque yo recibí del Señor lo que os he transmitido: que el Señor Jesús, la noche en que fue entregado, tomó pan, y después de dar gracias, lo partió y dijo: «Este es mi cuerpo que se da por vosotros; haced esto en recuerdo mío.» Asimismo también la copa después de cenar diciendo: «Esta copa es la Nueva Alianza en mi sangre. Cuantas veces la bebiereis, hacedlo en recuerdo mío.» Pues cada vez que coméis este pan y bebéis esta copa, anunciáis la muerte del Señor, hasta que venga.

Lectura del Evangelio

Juan 13,1-15 Juan 13,1-15

Antes de la fiesta de la Pascua, sabiendo Jesús que había llegado su hora de pasar de este mundo al Padre, habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo. Durante la cena, cuando ya el diablo había puesto en el corazón a Judas Iscariote, hijo de Simón, el propósito de entregarle, sabiendo que el Padre le había puesto todo en sus manos y que había salido de Dios y a Dios volvía, se levanta de la mesa, se quita sus vestidos y, tomando una toalla, se la ciñó. Luego echa agua en un lebrillo y se puso a lavar los pies de los discípulos y a secárselos con la toalla con que estaba ceñido. Llega a Simón Pedro; éste le dice: «Señor, ¿tú lavarme a mí los pies?» Jesús le respondió: «Lo que yo hago, tú no lo entiendes ahora: lo comprenderás más tarde.» Le dice Pedro: «No me lavarás los pies jamás.» Jesús le respondió: «Si no te lavo, no tienes parte conmigo.» Le dice Simón Pedro: «Señor, no sólo los pies, sino hasta las manos y la cabeza.» Jesús le dice: «El que se ha bañado, no necesita lavarse; está del todo limpio. Y vosotros estáis limpios, aunque no todos.» Sabía quién le iba a entregar, y por eso dijo: «No estáis limpios todos.» Después que les lavó los pies, tomó sus vestidos, volvió a la mesa, y les dijo: «¿Comprendéis lo que he hecho con vosotros? Vosotros me llamáis "el Maestro" y "el Señor", y decís bien, porque lo soy. Pues si yo, el Señor y el Maestro, os he lavado los pies, vosotros también debéis lavaros los pies unos a otros. Porque os he dado ejemplo, para que también vosotros hagáis como yo he hecho con vosotros.

Homilía

 

Con ansia he deseado comer esta Pascua con vosotros (Lc 22,15), dice Jesús a sus discípulos al comienzo de su última cena. En verdad, para Jesús es un deseo de siempre, y aquella tarde quiere estar también con los suyos, los de ayer y los de hoy, incluidos nosotros. Es su último día de vida, su última tarde, la última vez que está con sus discípulos. Los había elegido, cuidado, amado, defendido. Esta tarde el Señor ansía estar con nosotros, ¿y nosotros? ¿Deseamos estar junto a él, aunque sea sólo un poco? ¿Sabemos ofrecerle ese poco de compañía y amor del que es capaz nuestro corazón? Si miramos cara a cara a la realidad hay que decir que ha sido siempre él quien ha hecho de todo por estar cerca de nosotros, por unirnos al Evangelio. Esta tarde, la última de su vida, Jesús, en un supremo impulso de amor, sigue uniéndose definitivamente a los discípulos.

Hemos escuchado en el Evangelio que Jesús se sentó a la mesa con los Doce, tomó el pan, y se lo distribuyó diciendo: "Éste es mi cuerpo que se entrega por vosotros". Lo mismo hizo con el cáliz de vino: "Esta copa es la nueva Alianza en mi sangre, que se derrama por vosotros". Son las mismas palabras que repetiremos dentro de poco sobre el altar, y será el Señor mismo quien invitará a cada uno de nosotros a alimentarse del pan y del vino consagrados. Podríamos decir que Jesús ha "inventado" lo imposible (además, ¿no sabe el amor verdadero crear cosas imposibles?) para quedarse con nosotros, para continuar cerca de los discípulos de todo tiempo. No sólo cerca sino dentro de los discípulos: se hace alimento por nosotros, carne de nuestra carne. Ese pan y ese vino son el alimento descendido del cielo para nosotros, hombres y mujeres peregrinos por los caminos de este mundo. Ese pan y vino son medicina y apoyo para nuestra pobre vida, curan las enfermedades, nos libran del pecado, nos sacan de la angustia y la tristeza. Y no sólo eso, nos hacen más parecidos a Jesús, nos ayudan a vivir como el vivía, a desear lo que deseaba. Ese pan y vino hacen surgir en nosotros sentimientos de bondad, de servicio, de afecto, de ternura, de amor, de perdón: los mismos sentimientos de Jesús.

La escena evangélica del lavatorio de los pies que esta tarde se nos ha anunciado, muestra qué significa para Jesús ser pan repartido y vino derramado por nosotros y por todos. Durante la cena Jesús se levanta de la mesa, se despoja de las vestiduras y se ciñe la cintura con una toalla; después toma un lebrillo lleno de agua, se dirige hacia uno de los Doce, se arrodilla ante él y le lava los pies. Lo mismo hace con cada discípulo, incluso con Judas, que está a punto de traicionarle. Jesús lo sabe bien, pero se arrodilla igualmente y le lava los pies. Pedro es quizá el último. Apenas ve llegar a Jesús junto a él reacciona: "Señor, ¿tú lavarme a mí los pies?". ¡Pobre Pedro, aún no ha entendido nada! No ha comprendido que a Jesús no le interesa la dignidad que el mundo desea y busca de forma compulsiva. Jesús una vez más se lo explica: "¿Quién es mayor, el que está a la mesa o el que sirve? ¿No es el que está a la mesa? Pues yo estoy en medio de vosotros como el que sirve" (Lc 22, 27). Jesús ama a sus discípulos y a cada uno de nosotros con un amor ilimitado, en el sentido literal del término: verdaderamente sin fin. La dignidad para Él no está en quedarse de pie, erguido delante de los suyos; su dignidad está en amar a sus discípulos hasta el fin, en arrodillarse a sus pies. Es su última gran lección en vida: "¿Comprendéis lo que he hecho con vosotros?" -dice al final del lavatorio-. "Vosotros me llamáis `el Maestro' y `el Señor', y decís bien, porque lo soy. Pues si yo, el Señor y el Maestro, os he lavado los pies, vosotros también debéis lavaros los pies unos a otros. Porque os he dado ejemplo, para que también vosotros hagáis como yo he hecho con vosotros" (Jn 13, 12-15).

El mundo educa a quedarse de pie y exhorta a todos a permanecer así. Y si falta espacio, justifica los empujones que echan fuera a quien nos obstaculiza o a quien constituye un impedimento. El Evangelio del Jueves Santo lleva a los discípulos a inclinarse y lavarse los pies los unos a los otros. Es un mandamiento nuevo. No lo encontramos entre las costumbres de los hombres, no nace de nuestras tradiciones, todas ellas sólidamente contrarias a ello. Tal mandamiento viene de Dios, es un gran don que recibimos esta tarde. Jesús es el primero que lo pone en práctica. ¡Dichosos nosotros si lo comprendemos! En la Santa Liturgia de esta tarde el lavatorio de los pies es sólo un signo, una indicación del camino a seguir: lavarnos los pies los unos a los otros, empezando por los más débiles, los enfermos, los ancianos, los más pobres, los más indefensos. El Jueves Santo nos enseña cómo vivir y por dónde comenzar a vivir: la vida verdadera no es estar de pie, erguidos, firmes en nuestro orgullo; la vida según el Evangelio es inclinarse hacia los hermanos y las hermanas, comenzando por los más débiles. Es un camino que viene del cielo, y sin embargo es el camino más humano que podemos desear. Todos, de hecho, necesitamos amistad, afecto, comprensión, acogida, ayuda. Todos necesitamos a alguien que se incline hacia nosotros, como nosotros necesitamos inclinarnos hacia los hermanos y las hermanas. El Jueves Santo es verdaderamente un día humano: el día del amor de Jesús, que baja hasta los pies de sus amigos. Y todos son sus amigos, incluso quien lo va a traicionar. Por parte de Jesús ninguno es enemigo. Lavar los pies no es un gesto, es un modo de vivir.

Acabada la cena Jesús se encamina hacia el Huerto de los Olivos. A partir de este momento no sólo se arrodilla a los pies de los discípulos, sino que desciende más aún si es posible para demostrar su amor. En el Huerto de los Olivos se arrodilla de nuevo, es más, se postra en tierra y suda sangre por el dolor y la angustia. Dejémonos arrastrar al menos un poco por este hombre que nos ama con un amor nunca visto en la tierra. Y mientras nos detenemos delante del sepulcro manifestémosle nuestro afecto y nuestra amistad. ¡Qué amargas son las palabras que dijo a los tres que estaban con Él en el huerto: "¿Conque no habéis podido velar una hora conmigo?" (Mt 26, 40). Hoy es el Señor, más que nosotros, quien tiene necesidad de compañía y de afecto. Escuchemos su súplica: "Mi alma está triste hasta el punto de morir; quedaos aquí y velad conmigo" (Mt 26, 38). Inclinémonos sobre Él y no le hagamos echar de menos el consuelo de nuestra cercanía. Señor, en esta hora no te daremos el beso de Judas, sino que como pobres pecadores nos inclinamos a tus pies, e imitando a la Magdalena, continuamos besándolos con afecto.



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