Por las calles de Estambul, desde hace unos meses, en los semáforos de las grandes vías urbanas hay multitud de niños de todas las edades que se acercan a los automóviles para pedir dinero y comida. Muchos de ellos son sirios e iraquíes. Forman parte de aquel pueblo de refugiados –se habla de dos millones– que han llegado a Turquía huyendo de la guerra y de la destrucción de sus ciudades.
Viven en alojamientos improvisados, a menudo casas abandonadas, y necesitan de todo. En la gran escuela de los padres salesianos, gracias también a la ayuda de la Comunidad de Sant’Egidio, unos 300 han encontrado refugio: pueden estudiar, pero también reciben alimentos y ropa. Desde hace un tiempo, además, se hacen clases de inglés para los padres, para ayudarlos a integrarse. Casi todos son cristianos. El papa Francisco, de visita a Estambul hace unos días, quiso reunirse con algunos.
Hoy están felices, pero cuando se les pregunta de dónde vienen, se intuyen historias dramáticas: “Yo soy de Erbil”, “Yo vengo de Alepo”. También las maestras son jóvenes refugiadas, y nos ayudan a hablar con ellos.
El 16 de diciembre, los niños recibieron la visita de un grupo de amigos italianos de la Comunidad de Sant’Egidio. Algunos son caras conocidas para los niños: Andrea Riccardi y el padre Marco Gnavi ya los visitaron hace unos meses y precisamente entonces la Comunidad empezó a ayudar al padre Andrés en aquel trabajo de acogida con alimentos y luego con ayuda para reformar la escuela.
El piso del viejo patio del colegio, con graves desperfectos, pronto será sustituido por uno nuevo. Ya han comprado los materiales y pronto empezarán las obras para que los niños tengan un nuevo lugar para jugar, hacer gimnasia, vivir una vida “de niños” como debe ser, lejos de los horrores de la guerra de la que fueron testigos.
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