Queridos reclusos, es el día de vuestro Jubileo. Que hoy, ante el Señor, vuestra esperanza se encienda. El Jubileo, por su misma naturaleza, lleva consigo el anuncio de la liberación (cf. Lv 25,39-46). No depende de mí poderla conceder, pero suscitar el deseo de la verdadera libertad en cada uno de vosotros es una tarea a la que la Iglesia no puede renunciar. A veces, una cierta hipocresía lleva a ver sólo en vosotros personas que se han equivocado, para las que el único camino es la cárcel. Os digo: cada vez que entro en una cárcel, me pregunto: «¿Por qué ellos y no yo?». Todos tenemos la posibilidad de equivocarnos: todos. De una manera u otra, nos hemos equivocado. Y la hipocresía hace que no se piense en la posibilidad de cambiar de vida, hay poca confianza en la rehabilitación, en la reinserción en la sociedad. Pero de este modo se olvida que todos somos pecadores y, muchas veces, somos prisioneros sin darnos cuenta. Cuando se permanece encerrados en los propios prejuicios, o se es esclavo de los ídolos de un falso bienestar, cuando uno se mueve dentro de esquemas ideológicos o absolutiza leyes de mercado que aplastan a las personas, en realidad no se hace otra cosa que estar entre las estrechas paredes de la celda del individualismo y de la autosuficiencia, privados de la verdad que genera la libertad. Y señalar con el dedo a quien se ha equivocado no puede ser una excusa para esconder las propias contradicciones.
Sabemos que ante Dios nadie puede considerarse justo (cf. Rm 2,1-11). Pero nadie puede vivir sin la certeza de encontrar el perdón. El ladrón arrepentido, crucificado junto a Jesús, lo ha acompañado en el paraíso (cf. Lc 23,43). Ninguno de vosotros, por tanto, se encierre en el pasado. La historia pasada, aunque lo quisiéramos, no puede ser escrita de nuevo. Pero la historia que inicia hoy, y que mira al futuro, está todavía sin escribir, con la gracia de Dios y con vuestra responsabilidad personal. Aprendiendo de los errores del pasado, se puede abrir un nuevo capítulo de la vida. No caigamos en la tentación de pensar que no podemos ser perdonados. Ante cualquier cosa, pequeña o grande, que nos reproche el corazón, sólo debemos poner nuestra confianza en su misericordia.
La fe, incluso si es pequeña como un grano de mostaza, es capaz de mover montañas (cf. Mt 17,20). Cuantas veces la fuerza de la fe ha permitido pronunciar la palabra perdón en condiciones humanamente imposibles. Personas que han padecido violencias o abusos en sí mismas o en sus seres queridos o en sus bienes. Sólo la fuerza de Dios, la misericordia, puede curar ciertas heridas. Y donde se responde a la violencia con el perdón, allí también el amor que derrota toda forma de mal puede conquistar el corazón de quien se ha equivocado. Y así, entre las víctimas y entre los culpables, Dios suscita auténticos testimonios y obreros de la misericordia.
Extracto de la homilía del papa Francisco con motivo del Jubileo de los presos el 6 de noviembre de 2016 |