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28 Febrero 2013

Celebración del 45 aniversario de la Comunidad de Sant’Egidio en Barcelona

Homilía de Mons. Matteo Zuppi, Obispo Auxiliar de Roma

 
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Celebración del 45 aniversario de la Comunidad de Sant’Egidio en Barcelona

 

 Homilía de Mons. Matteo Zuppi
Obispo Auxiliar de Roma
con motivo de la Liturgia por los 45 años de la Comunidad de Sant’Egidio

Catedral Basílica Metropolitana de Barcelona
Domingo, 17 de febrero de 2013

"Queridas hermanas y queridos hermanos,
celebrar un aniversario no es un rito exterior, un tanto inoportuno al inicio de la Cuaresma. Es más bien un momento de alegría, de tomar conciencia y de agradecimiento por la gracia recibida, tanto personal –porque formamos parte de ella–, como por toda la realidad de la comunidad. Así pues, es también un momento de redescubrirla de modo sereno y maduro. Recordamos el don de una pequeña-gran familia, que no está atada a una cultura o a un país; de un nosotros que revela la presencia de aquel que está presente allí donde dos o tres se reúnen en su nombre. Es el don de una vocación, de un llamamiento a todos, carisma que no dejamos de comprender. El don de su fidelidad, mucho más resistente que nuestros límites y nuestras traiciones, nunca ha sido repetición o conservación sino que se ha renovado, ha crecido, se ha transformado a lo largo de estos años. Por eso no es la fiesta de una institución sino una etapa de un camino que empezó la tarde del 7 de febrero de 1968, cuando un pequeño grupo de estudiantes de secundaria, con Andrea Riccardi, empezó a reunirse alrededor del Evangelio y a gastar su vida al servicio de los más pobres, con la profunda intuición de que aquel era el camino para cambiarse a uno mismo y para cambiar el mundo. La celebración de hoy nos ayuda a comprender el sentido, la belleza de este camino, precisamente para decidir no parar, para continuar soñando con los ojos abiertos, para vencer el sutil y peligroso conservarse y resignarse. El camino siempre es poco, porque se alarga a medida que lo recorremos y Dios está siempre más adelante, a una distancia a la que deja que nos acerquemos, es un Dios que está sobre nosotros y también dentro de nosotros. San Agustín decía que las alegrías que compartimos con muchos son más abundantes para cada uno. Y creo que la alegría de esta tarde, que realmente compartimos con muchos, la recibimos cada uno de nosotros (¡y si lo hacemos no es en absoluto por vanagloria!); es el fruto de una vida compartida en estos cuarenta y cinco años. Para todos es mía y nuestra. La persona no encuentra su alegría cerrándose o poniéndose en el centro, sino uniéndose y concibiéndose junto a los demás. ¿No hemos sentido todos demasiado el miedo que provoca el individualismo, según el cual atarse demasiado significa no ser uno mismo, amar realmente es una exageración y enamorarse de Jesús lleva a perderse?  El hombre reducido a individuo termina por poner su corazón en las riquezas, como aquel joven rico que no se deja amar por el maestro que le pide que le siga.  El hombre reducido a individuo es vulnerable porque está solo, persigue la omnipotencia o el bienestar para defenderse de un mundo complejo, y a menudo se contenta con sus propias sensaciones. ¡Nunca es realmente bueno que el hombre esté solo! La nuestra es una alegría que nos permite degustar, a pesar de nuestros límites evidentes, aquel único corazón y aquella única alma que hace realidad la esperanza cristiana y anticipa la comunión plena del cielo. Ese es el don de la comunión, auténtica característica de la Iglesia, que hace concreto el Evangelio, cuerpo en el que el individuo, finalmente, se encuentra a sí mismo, donde "todo lo mío es tuyo", voluntad primera y última de Dios. Sin comunión todos somos víctimas de la despiadada justicia del hermano mayor de la parábola, que prefiere quedarse solo y no cree que se pueda volver a la vida, renacer, porque no conoce el amor más fuerte que el mal y no cree que lo viejo pueda volverse nuevo. La nuestra es una fiesta que nos refuerza en nuestra voluntad de ser hermanos y hermanas y nos ayuda a librarnos de la tentación (¡porque es una tentación!) de creer que solo son importantes las cosas que hago yo o en las que estoy yo, según un narcisismo, una complacencia de uno mismo y un protagonismo ampliamente difundido y persuasivo. San Agustín decía que Ubi non ego, ibi felicius ego. Allí donde yo no estoy, me siento mucho más realizado (De cont. 13, 19). Así pues, dar las gracias y contemplar el don de esta comunidad nos ayuda a cambiar, a mejorar, a hacerla más hermosa con nuestra originalidad, a amar a la Iglesia para que sea más creíble y más cercana a lo que pide nuestra generación. ¡Y sabemos que eso es muy necesario! Es una fiesta que coincide con el cincuenta aniversario del Concilio Vaticano II, del que la Comunidad es hija. El Concilio indicó precisamente la comunión como una de las vías maestras de ser Iglesia, pues sin la comunión la Iglesia queda reducida a una institución, más fácilmente utilizada que servida, tentada por la nostalgia del pasado invocado por famosos profetas de desventuras que no saben ver más que problemas y no tienen esperanzas y sueños para el presente. Hoy también son profetas de desventuras los hombres del miedo, que son débiles porque están llenos de sí mismos, y que deben contraponerse para ser ellos mismos. Aquel que tiene un corazón liberado por el Señor no tiene miedo; aquel que tiene un corazón puro se ensucia las manos; aquel que lucha contra su pecado, no teme al mal porque tiene la fuerza del poder de Jesús. Gocemos de esta amplia comunión –una comunión sin fronteras, podríamos decir–, donde todo es interesante porque está iluminado por el amor; una comunión que se ha ejercido en el diálogo, en la atención por el otro, en los lazos con mundos que, aunque distintos y lejanos, hoy son familiares y extraordinariamente nuestros. Y ese es un ejercicio que no termina sino que, por el contrario, amplía cada vez más sus fronteras. Si el corazón no crece, envejece; si no se ensancha –y lo debe hacer de manera inteligente y delicada–, se empequeñece y se envilece. El desafío de la Comunidad ha sido y es el de vivir la pasión por lo universal, horizonte evangélico, para ser hermanos de todos, enviados como somos a hablar a todas las gentes.
Es una celebración que cae en pleno año de la fe, un año que nuestro Papa ha instituido precisamente para que nos pongamos en camino, del mismo modo que al inicio de la comunidad, razón de la historia de estos años. Dijo: "Si hoy la Iglesia propone un nuevo Año de la fe y la nueva evangelización, no es para conmemorar una efeméride, sino porque hay necesidad, todavía más que hace 50 años. En estos decenios ha aumentado la "desertificación" espiritual. Se ha difundido el vacío. En el desierto se vuelve a descubrir el valor de lo que es esencial para vivir; así, en el mundo contemporáneo, son muchos los signos de la sed de Dios, del sentido último de la vida, a menudo manifestados de forma implícita o negativa. Y en el desierto se necesitan sobre todo personas de fe que, con su propia vida, indiquen el camino hacia la Tierra prometida y de esta forma mantengan viva la esperanza. La fe vivida abre el corazón a la Gracia de Dios que libera del pesimismo. El viaje es metáfora de la vida, y el viajero sabio es aquel que ha aprendido el arte de vivir y lo comparte con los hermanos, como sucede con los peregrinos a lo largo del Camino de Santiago, o en otros caminos, que no por casualidad se han multiplicado en estos años. ¿Por qué tantas personas sienten la necesidad de hacer estos caminos? ¿No es quizás porque en ellos encuentran, o al menos intuyen, el sentido de nuestro estar en el mundo? Así podemos representar este Año de la fe: como una peregrinación en los desiertos del mundo contemporáneo, llevando consigo solamente lo que es esencial: ni bastón, ni alforja, ni pan, ni dinero, ni dos túnicas, como dice el Señor a los apóstoles al enviarlos a la misión (cfr. Lc 9,3), sino el Evangelio y la fe de la Iglesia" (Homilía del 11.X.2012). Son palabras que nos ayudan a comprender el don del camino de estos años que nos ha llevado a muchos desiertos y ha hecho que descubriéramos una pregunta, a veces escondida, de sentido y de futuro. Las periferias urbanas y humanas, los verdaderos desiertos de vida y de amor, nos han ayudado a descubrir el verdadero centro, que es el Señor; nos han recordado que hay prisa por cambiar este mundo, que es algo decisivo, y que debemos empezar por nosotros mismos, para no aceptar sus desequilibrios que tanto sufrimiento provocan.  La oración ha dado un sentido pleno a nuestro servicio a los pobres, lo ha alimentado y lo ha hecho suave y ligero, rico en sabiduría humana precisamente porque está unido a la dimensión espiritual. Los pobres fueron los primeros compañeros de este viaje, que nos han ayudado a comprender la fuerza del Evangelio. Muchas veces han sido ellos, los que nos han llevado hasta Jesús. En este momento, tan importante y delicado para la Iglesia, no hacemos más que volver a Jesús. La Cuaresma es un llamamiento no solo para la persona, sino para la comunidad. No podemos aceptar el desierto porque no estamos hechos para vivir en un desierto, sino en un jardín. Jesús contesta siempre, ante todas las tentaciones, no con sus palabras, sino con la Palabra de Dios. ¡Somos fuertes no si lo entendemos todo sino cuando somos hijos! Jesús es fuerte porque está con el Padre. ¡La amistad es nuestra fuerza! No solo de pan vive el hombre, y sin una respuesta al hambre de amor el hombre se pierde. Y le damos gracias porque su palabra nos ha alimentado y nos ha protegido de la tentación de doblegarlo todo al yo, nos ha hecho capaces de partir el pan, de darlo y entonces, precisamente porque es regalado, se ha multiplicado. En el desierto Jesús luchó por nosotros contra la tentación del poder, de la afirmación de uno mismo, siempre nos ha recordado que el único poder es el poder de la cruz y de la humildad del amor, el único que nos lleva a la alegría. En definitiva, nos ha salvado de lo sensacional, de creernos que somos todopoderosos, de poner a prueba al mismo Dios, pidiendo que se haga lo que queremos nosotros y no al revés, porque el verdadero milagro es su amor cotidiano. La Cuaresma es como el camino de la Comunidad, que nos lleva a la Pascua, a la primavera, cuyos frutos ya podemos ver ahora aunque falten todavía algunos meses. Es siempre un nuevo inicio porque el talento debe emplearse con responsabilidad, pues es un don que se nos confía y que no podemos esconder por miedo o por pereza. Soñemos y trabajemos para que muchos crean, para que los hombres proscriban la guerra, para que nuestros países no vacíen su alma y se conviertan en un mercado, para que los cristianos recuperen el camino de la unidad, para que el mundo encuentre el camino de la unidad. El Evangelio siempre hace que el humilde sea capaz de hacer cosas grandes, las cosas grandes de Dios, las de un niño que mantiene la esperanza, de un enfermo que tiene las medicinas, de un anciano que sonríe, de un pobre que es amado, de la paz alcanzada. Así pues, por todo eso con alegría damos gracias al Señor y en este tiempo difícil continuamos teniendo esperanza en un mundo nuevo en el que los conflictos den paso a la paz, la soledad a la comunión, el odio y la violencia al amor y a la humildad. Que el Señor, bueno y grande en el amor, que es el origen de la Comunidad de Sant'Egidio, continúe protegiéndola y acompañándola con la fuerza de su Espíritu por los caminos del mundo. Amén
."
 


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