Dicho esto, pasó Jesús con sus discípulos al otro lado del torrente Cedrón, donde había un huerto, en el que entraron él y sus discípulos. Pero también Judas, el que le entregaba, conocía el sitio, porque Jesús se había reunido allí muchas veces con sus discípulos. Judas, pues, llega allí con la cohorte y los guardias enviados por los sumos sacerdotes y fariseos, con linternas, antorchas y armas. Jesús, que sabía todo lo que le iba a suceder, se adelanta y les pregunta: «¿A quién buscáis?» Le contestaron: «A Jesús el Nazareno.» Díceles: «Yo soy.» Judas, el que le entregaba, estaba también con ellos. Cuando les dijo: «Yo soy», retrocedieron y cayeron en tierra. Les preguntó de nuevo: «¿A quién buscáis?» Le contestaron: «A Jesús el Nazareno».Respondió Jesús: «Ya os he dicho que yo soy; así que si me buscáis a mí, dejad marchar a éstos.» Así se cumpliría lo que había dicho: «De los que me has dado, no he perdido a ninguno.» Entonces Simón Pedro, que llevaba una espada, la sacó e hirió al siervo del sumo sacerdote, y le cortó la oreja derecha. El siervo se llamaba Malco. Jesús dijo a Pedro: «Vuelve la espada a la vaina. La copa que me ha dado el Padre, ¿no la voy a beber?»
(Jn 18, 1-11)
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Cimabue
El beso de Judas
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A pesar del paso de los siglos, la violencia es una forma muy común y siempre de moda para resolver situaciones difíciles. Es la fuerza de las palabras, la fuerza de las manos, o la fuerza del dinero. Palabras fuertes, espadas o poder económico.
Sin embargo, detrás de esta fuerza, la verbal o la física, se esconde en el fondo una gran debilidad. En cambio, Jesús pide a sus discípulos algo radicalmente distinto. Les invita a ir con él fuera, al aire libre, bajo el cielo, a un huerto, una especie de jardín fácil de alcanzar. No era un lugar especialmente protegido, quien quisiera podía llegar: también los traidores, los soldados y los guardias.
Vivir como discípulos de Jesús significa salir del propio mundo, del propio ambiente cerrado, e ir al aire libre con él. Es aquí donde él, indefenso, pregunta a quien llega durante la noche de forma amenazadora: «¿A quién buscáis?». No se esconde, ni siquiera ante quien quiere prenderle y llevárselo por la fuerza. Se ofrece espontáneamente a los que van a arrestarle. Él había dicho: “al que te abofetee en la mejilla derecha ofrécele también la otra; al que quiera pleitear contigo para quitarte la túnica déjale también el manto; y al que te obligue a andar una milla vete con él dos” (Mt 5, 39-41). Jesús se deja llevar a un juicio mientras le obligan a ir con ellos.
«¿A quién buscáis?» -les pregunta. «A Jesús el Nazareno» -responden. Y Jesús dice: «Yo soy». Apenas dijo: «Yo soy», el destacamento de soldados y guardias retrocedió y cayó en tierra. Había algo fuerte en la respuesta de Jesús, mucho más fuerte que su agresividad y sus armas. En el monte Horeb Dios dijo: «Yo soy el que soy». Ahora, de nuevo, a orillas del torrente Cedrón, en un jardín, Jesús dice: «Yo soy». A esos agresivos que habían caído a tierra, Jesús les preguntó de nuevo: «¿A quién buscáis?». Respondieron: «A Jesús el Nazareno». Y él replicó: «Ya os he dicho que yo soy». En la debilidad de Jesús se esconde una gran fuerza, hasta el punto de que los guardias y los soldados caen ante él. Sin embargo, es un hombre sin ninguna defensa, que cae en las manos de aquella gente. Parece concretarse lo que el mismo apóstol Pablo había vivido: “cuando soy débil, entonces es cuando soy fuerte” (2 Cor 12, 10). Todo sucede al aire libre, ante un grupo tan numeroso que parece una pequeña multitud. ¿Cómo se puede seguir siendo la comunidad de los amigos de Jesús en medio de una multitud hostil que lleva palos en las manos, mientras el maestro ni siquiera se opone con una palabra fuerte o un gesto asombroso? ¿Cómo se puede resistir por mucho tiempo al aire libre?
Sin embargo -se ve en el Evangelio- Jesús se preocupa de sus amigos que están en medio de esa multitud hostil. Dice a los soldados y a los guardias: “si me buscáis a mí, dejad marchar a éstos”. Jesús no se desinteresa de sus discípulos, sino que trata de defenderles mientras están a punto de arrestarle. Poco antes, siempre en el Evangelio de Juan, Jesús había rezado así al Padre: “Cuando estaba yo con ellos, yo cuidaba en tu nombre a los que me habías dado. No te pido que los retires del mundo, sino que los guardes del Maligno” (Jn 17, 12 y 15).
Sin embargo, Simón Pedro no se siente suficientemente protegido por el Señor y por sus palabras. Si los demás atacan con armas, ¿por qué no se puede responder con armas? De esta manera, Pedro desenvainó la espada e hirió al siervo del sumo sacerdote llamado Malco. Se mostró como un hombre valiente. Jesús le había parecido demasiado remiso ante la fuerza de las armas y de la prepotencia. Pero, ¿es ésta la valentía del cristiano? Pedro, durante la historia de la pasión, no parece muy valiente al renegar de Jesús. Un momento de valentía violenta no hace a Pedro ni valiente ni fiel. No se defiende a Jesús abriendo nuevas heridas. No se defiende al hombre hiriendo a otros hombres. Las palabras de Jesús a Pedro son un testamento comprometedor para todos sus discípulos: “Vuelve la espada a la vaina”. Al discípulo tentado de ceder al culto de la fuerza o de la violencia, Jesús, resplandeciente en su debilidad, dice: “Vuelve la espada a la vaina”.
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