Obispo ortodoxo, Iglesia ucraniana, Patriarcado de Moscú
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En el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. Amén.
Eminencia, respetabilísimo hermano en Cristo, Arzobispo de Barcelona, Señor Cardenal Lluis Martínez Sistach, en primer lugar Le doy las gracias de corazón por la posibilidad de estar en esta iglesia y rezar junto a Usted y a Sus fieles. Le doy las gracias por el saludo y la invitación a dirigirme al pueblo de Dios con las palabras de la predicación. Mi reconocimiento se dirige también a la Comunidad de Sant’Egidio y a su fundador, Prof. Andrea Riccardi, por el trabajo y la fidelidad mostrados en el diálogo entre las Iglesias ortodoxas y la Iglesia católica en espíritu de amor evangélico.
Hermanos y hermanas amados en el Señor!
Hoy la gracia del Señor nos ha reunido juntos, para que podamos dar gracias al Creador por su gran misericordia. La Iglesia vive de la Liturgia, que se celebra ya desde hace dos mil años, a fin de confirmar los corazones de los creyentes en Cristo.
Pero nuestros tiempos nos ofrecen un gran número de ocasiones para preguntarnos: nuestra oración, tiene fuerza y sentido? No es vana nuestra confianza? El Señor ha abandonado un mundo que huye persistentemente del Evangelio?
Son preguntas cortantes. Pero hoy hemos escuchado de la lectura del Antiguo Testamento que dudas similares afligían también en la más remota antigüedad “Hasta cuándo, Yahvé, pediré auxilio, sin que tú escuches, clamaré a ti:«Violencia!» sin que tú salves?” exclama el santo profeta Habacuc. “Por qué me haces ver la iniquidad, mientras tu miras la opresión? Ante mí hay rapiña y violencia, se suscitan querellas y discordias!” (Ha 1,2-3).
La liturgia de hoy precede a la conferencia, dedicada a un tema muy importante: “Familia de Dios, familia de los hombres”. Estamos llamados a razonar y a testimoniar sobre la familia, que según la palabra del apóstol Pablo, es una pequeña Iglesia. Pero, tenemos fuerzas suficientes para dar testimonio de la Iglesia en medio de querellas y discordias?
Por todas partes vemos la ruina de la familia tradicional, en lugar de la cual nacen formas de convivencia, que la Escritura define claramente como pecado. Y la amargura está en el hecho que, para justificar el pecado, las personas recurren a los así llamados conocimientos cientíificos, pero también a la mima Sagrada Escritura. Y diremos otra vez con el profeta: “Ante mí hay rapiña y violencia!».
Qué debemos hacer? Y de dónde sacar la inteligencia y la fuerza para dar testimonio cristiano de la verdad? El mismo Señor responde a nuestras preguntas:
«Mas el justo por su fe vivirá» (Ha 2,4), El dice al profeta.
Entonces, la fe! Esta es la fuente de nuestra fuerza, esta es la luz que disipa las tinieblas. Pero, cómo entenderla? Y cómo usar este arma, que san Pablo compara con un escudo capaz de apagar los dardos del mal? (Ef 6,16).
En una de sus enseñanzas san Máximo el Confesor escribe que la fe no es sencillamente una capacidad humana. Ella es don de Dios. Y por esto la fe, si permanece en nosotros, es la fuerza que trasciende nuestro límite y nuestra pequeñez. La fe, nosotros decimos, es un misterio, es gracia del Espíritu Santo, de aquel que clama en nosotros: “Abbà, Padre!” (Gal 4,6). La fe es un escudo, en la medida en que el Señor mismo combate por nosotros.
Nosotros debemos, como hemos escuchado en la epístola a Timoteo, reavivar este don y no avergonzarnos de dar testimonio de Cristo, de hecho Dios no nos ha dado un espíritu de timidez, sino de fortaleza, de caridad y de templanza (2 Tm 1,7).
El siglo actual está sobrecargado de información. Sobre cualquier tipo de cuestiones se puede oir un gran número de teorías. Pero se hace mucho más indispensable, en este tiempo, el espíritu de fortaleza, de caridad, de templanza. Para los que buscan las discusiones este espíritu puede parecer locura. Pero tenemos que temer esto, porque nuestro testimonio, por gracia de Dios, puede ser aquella débil semilla que también dará fruto en el corazón de quien tiene poca fe. Aunque el mundo actual nos parezca un peñasco inamovible, una montaña impenetrable de pasiones, nosotros no debemos abatirnos. De hecho hemos escuchado lo que el Señor nos ha dicho hoy: “Si tuvieran una fe como un grano de mostaza habrían dicho a esta morera: -Arráncate y plántate en el mar – y les habría obedecido” (Lc 17,6).
Esta es la promesa del Señor: “Todo es posible para quien cree” (Mc 9,23). Y nosotros recordamos que nuestra buena noticia no es de este mundo.
El testimonio de los cristianos revela una profundidad nueva para le existencia terrena. Y la belleza de esta revelación se dirige a la insuprimible libertad del hombre. La fe de los cristianos manifiesta al Dios del amor. Y si la caridad “es el broche de la perfección” (Col 3,14), ella es capaz de conducir a la perfección a los hombres sobre los cuales se derrama.
Hermanos y hermanas, pongamos en práctica los mandamientos de Cristo. Entonces, en los lugares más diversos del globo, seremos reconocidos como discípulos de Cristo por el amor que nos tenemos los unos a los otros (Jn 13,35).
Que el Señor os custodie a vosotros, a vuestras familias y a todos los habitantes de esta ciudad durante largos y felices años. Amén!
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