Vicaire général du diocèse de San Salvador
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VIVIR JUNTOS
UNA EXIGENCIA PARA TODOS
En el umbral del siglo XXI estábamos persuadidos de que la humanidad entraba en una gran encrucijada de la historia. No nos equivocamos. Pero quizás no todos veíamos apuntar lo nuevo hacia la misma dirección. No cabe duda que la ciencia y la técnica han aportado cambios sensacionales que han botado barreras y han acercado la humanidad como antes no lo estuvo nunca. Pero lo sensacional no satisface a la aspiración profunda de la humanidad que sueña en edificar juntos una humanidad más auténtica.
El “nosotros” político del siglo XX que emblemáticamente ha quedado plasmado en las Naciones Unidas, debe ser superado. Porque la palabra no puede ser retenida en el ámbito del mero hálito, sino que, siguiendo la lógica del “Verbum caro factum est”, tiene que convertirse en “Factum”. Es decir que no basta hablar, ni basta hablarnos. Se supone que las naciones se han unido para que las palabras que se cruzan en el podium se hagan realidad. La esperanza de muchos está puesta en ellos. Son hermanos nuestros que “nos miran” (Hechos 3, 4-5), y nos llaman a que tengamos una conciencia globalizada de solidaridad con los pobres de este mundo. Se trata de construir a escala planetaria una humanidad más auténtica, un mundo más auténticamente humano.
Es prodigioso ver cómo la técnica ayuda a suprimir distancias físicas o geográficas; y la globalización ayuda a eliminar progresivamente las desigualdades económicas y sociales que nos dividen y separan los unos de los otros. Hay algo más que hacer. Es necesario impregnar a la humanidad de ese “suplemento de alma” del que tan acertadamente habló Bergson, en su tiempo. Se trata de un orden espiritual, ético y moral que ayude a disipar las nubes oscuras que sombrean con la miseria a la geografía de los hambrientos y mal alimentados de nuestro mundo, ese cinturón que aprieta cada vez más a la humanidad opulenta del mundo.
No se trata de un vago sentimiento humanitario, sino de un régimen económico social, nacional e internacional más justo, más equitativo, mejor planificado a favor de una convivencia social alejada de ideologías y centrada en el hombre, en su esperanza de vivir junto con los demás, lejos de exclusiones, más cercanos, con más humanidad. La esperanza que en el siglo XXI da vuelta al mundo es la de verlo poblado de humanos: ver que la globalización unifica el planeta con la fórmula de la dignificación del hombre como persona humana.
Como en el siglo primero, también en el siglo XXI la voz del Verbo que se hizo carne resuena allí donde moran los pobres, los hambrientos, los migrantes perseguidos por la sociedad opulenta. El mundo de hoy es un Belén poblado de seres humanos que bajo el filo de la espada herodiana, sangran con sed de justicia. Es el mundo de los migrantes que, como Jesús recién nacido huyó a Egipto, buscan posibilidades de una vida mejor en países que consideran hermanos. Porque los pobres han tomado en serio la voz de la globalización que ha dicho: ya no hay extranjeros! Todos somos habitantes de una misma pequeña aldea que se llama mundo!
El reto del siglo globalizado es convertir la humanidad en una familia humana. Solamente en el seno de una humanidad convertida en familia humana podrá ser escuchada la voz de los pobres, ya no más como una voz extraña y que molesta sino como la voz del Verbo que se hizo carne y que ayuda a sacar de lo profundo del ser del hombre sus verdaderos pensamientos, como le dijo el anciano Simeón a María (ver, Lucas 2, 35)
II Globalización en América latina: un algo más.
Algo se mueve en América latina inmersa en el proceso de la globalización. Mucho se espera de este continente joven para fortalecer, enriquecer y depurar el proceso globalizador. A ello contribuye el desarrollo y la integración de sus pueblos, pero también los inmensos recursos naturales de este continente joven, y las proyecciones modernas de una economía pujante. Los altos y los bajos económicos experimentados en el correr de estas dos últimas décadas, demuestran claramente que los países de América Latina están encontrando su puesto en el progreso que genera el proceso globalizador para el mundo entero.
Con cuánta razón escribe Andrea Riccardi que “la globalización es una gran ocasión, no sólo una necesidad impuesta por los tiempos, para reformular la propia identidad en el marco de un horizonte más amplio: hacer saber quienes somos a los vecinos y al mundo entero. Se trata de una ocasión que no es sólo contraposición, sino también explicación de un sujeto que se recoloca. Es una ocasión política y cultural de nuestro tiempo, y no hay que considerarla únicamente como una amenaza, sino también como una posibilidad. Es una demanda de cultura política y de interlocutores” (Convivir. Pág. 57)
En verdad, la globalización no deja de ser todavía un proceso, porque no sabemos exactamente a dónde nos lleva. Sería más fácil definir su objetivo si sólo dependiera de un elemento, pero es un fenómeno que depende de varios factores. Podríamos enumerar tres, por ejemplo, uno que tiene que ver con la supresión progresiva de las distancias físicas, geográficas, y una creciente cercanía de los seres humanos por medio de la técnica y específicamente del Internet. Estas barreras geográficas y las distancias inter-relacionales superadas no es el único factor. Está también la supresión progresiva de las distancias económicas y sociales por las que se esfuerza la humanidad por suprimir la distancia entre los humanos divididos largo tiempo entre ricos y pobres, amos y esclavos.
Quiero insistir sobre un tercer factor que, a mi entender, es de suma trascendencia, me refiero al encuentro de los hombres y de las culturas. El modo cómo este encuentro se resuelva, definirá el contenido espiritual de la globalización. En este caso, se trata de definir no tanto las condiciones de la existencia de la humanidad globalizada, sino su existencia misma como humanidad globalizada.
Suprimir las barreras sociales, es inventar un régimen económico, social y político más favorable al ejercicio concreto de las libertades. Pero, si bien es cierto que obteniendo mejores condiciones de existencia se prepara una existencia mejor, es también verdad que ésta no es producida por aquella así por así. Intervienen factores del orden de la economía y de lo social que están sujetos a ser calificados de bueno o malo.
Mientras la globalización se centre en lo económico será una realidad ambigua, y consiguientemente, una realidad de doble filo. El acercamiento de los humanos por lo meramente económico, puede ser al mismo tiempo un arma de separación y oposición mortal. La igualdad meramente económica no engendra necesariamente respeto mutuo y comunicación verdadera entre los humanos. Y si bien es cierto que la comunicación explosivamente favorecida por la técnica moderna de comunicaciones constituye un enriquecimiento, puede también significar un empobrecimiento.
Está bien que el hombre trate de vivir a escala mundial, unificando y universalizándolo todo; pero, esto mismo podría significar un empobrecimiento y una simplificación de la globalización. Cuando la universalidad se globaliza, se corre el peligro de dañar la diversidad y la singularidad de las culturas. De modo que se hace necesario mantener firme un espíritu crítico que sepa distinguir una verdadera globalización de otra que sea falsa. Unidad y universalidad son conceptos que están a la base de la globalización, pero siguen siendo términos bastante ambiguos.
La idea de lo disperso reducido a la unidad es de suyo comprensible como fuerza real que trae la unidad. El problema es de saber cómo se opera tal unidad. Si se hace por medios reductivos, podríamos llevar a la humanidad a un empobrecimiento de la cultura, de la vida y del hombre mismo. Si lo hacemos por síntesis totalizante, podríamos propiciar un más grande enriquecimiento de la cultura y del hombre mismo incluso en sus vivir material. Porque es preciso que la globalización ponga de relieve la singularidad del ser humano. Mejor garantía no hay para que la globalización sea un proceso humanizador.
Se trata concretamente, de promover el encuentro y el diálogo entre los seres humanos, con el respeto mutuo de lo que hay en cada uno de ellos de original y de singular. Esta es la dimensión espiritual de la globalización, es algo que ha estado siempre al origen de las grandes culturas y de sus expresiones genuinas. Sería una pérdida irremediable para la humanidad si la globalización de nuestro planeta llegara a estandarizar o colectivizar el pensamiento y la libertad que de por sí son creativas.
Es por este camino que la globalización como unidad universal de la humanidad, encuentra su verdadero camino. En este sentido, el aporte de la cultura latinoamericana tiene una palabra irremplazable. Quiero citar de nuevo a Andrea Riccardi. Escribe que “la civilización de la convivencia no es sólo pacífica yuxtaposición de comunidades, como si fuera una federación comunitarista… Es afirmación de lo que hay en común. Juan XXIII enseñaba que había que buscar lo que une y dejar a un lado lo que divide: era su método diplomático y pastoral. La puesta en común crea un cierto mestizaje en los ámbitos más diversos de la vida. Lo creó la globalización del siglo XVI de la conquista de las Américas, a la que se remonta el término “ mestizo”, del latin mixticius que significa nacido de raza mixta.” Andrea Riccardi acota acertadamente que la palabra, el concepto y la realidad de “mestizo” nacen en América Latina.
“La actual globalización también ha creado un mestizaje” afirma acertadamente Andrea Riccardi, que “no es sólo étnico, sino, sobre todo cultural” (id. pag. 151) En América Latina es esencialmente étnico, lo que sucede es que lo cultural añadido ha venido a complicar lo étnico. En este caso, como afirma Andrea Riccardi, “hay que negociar y ampliar un pacto para vivir juntos… El mestizaje, que une, sugiere la exigencia, en todas las latitudes, de negociar un pacto para vivir juntos con otros que no son totalmente extraños” (id. pág. 153) El objetivo, como recalca Andrea Riccardi, es que por medio de la globalización lleguemos a crear espacios para la paz.
Conclusión
Encuentro de individuos y de los pueblos, aprender a vivir juntos, respeto mutuo, solidaridad: son elementos esenciales del programa de este siglo XXI. Es necesario inventar el modo de presencia de los cristianos en este mundo donde se ha gestado ya el deseo de unidad. Tiene que ser una presencia verdadera, y esto exige un trabajo en común, un verse cara a cara, un mestizaje, dialogar. Dialogar, es decir, aprender primero a escuchar y luego a intercambiar ideas, pensamientos, testimonios, realizaciones que ayuden a acentuar los lazos fraternos de cooperación y mutua edificación de un mundo más humano.
En el pasado los cristianos nos identificábamos con una Iglesia que poco escuchaba, porque tenía mucho que enseñar. La insistencia, necesaria no cabe duda, en la moralidad hizo que algunos de nosotros cristianos cayéramos en un moralismo que nos cerró a las grandezas morales de nuestro tiempo. Consecuentemente, el dialogo entre el mensaje cristiano y el mundo no se entabló, y con ello, el mensaje de Cristo no tuvo donde posar sus cimientos, dejando en el aire la respuesta de la iglesia a las aspiraciones humanas de nuestros contemporáneos a la verdad y a la fraternidad universales.
Las cinco últimas décadas del siglo XX nos obligaron a depurar una idea y un sentimiento para llegar a la conclusión de que el cristianismo no es una ideología sino una Buena Nueva que nace de Jesús y es asumida por el Espíritu de pentecostés y por ello, como nos lo dijo San Pablo hace ya más de veinte siglos, es un mensaje de amor, de alegría y de paz (ver, Gál 5, 23) Cuando se pierde el sentido del carácter evangélico del cristianismo, le hacemos perder su poder liberador.
Tenemos que seguir haciendo el esfuerzo que ya empezó la Iglesia con el Concilio Vaticano II, de hacer plena realidad el voto formulado por Bergson, es decir, que el cristianismo sea para nuestro tiempo un “suplemento de alma” para favorecer un feliz encuentro de fe cristiana y cultura, Iglesia y civilización.
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