Son 3000 los refugiados acogidos en dos meses y medio por la Comunidad de Sant’Egidio de Milán, sobre todo familias sirias que huyen de la guerra y jovencísimos eritreos que escapan del enrolamiento de por vida en el ejército. Forman parte de los más de 80.000 refugiados que han sido acogidos en los dormitorios de la ciudad en los últimos dos años: llegan a las costas del sur, llegan hasta Milán y al cabo de unos días se ponen nuevamente en camino hacia el norte de Europa.
El lugar donde la Comunidad ha preparado la acogida de la tarde y noche representa una revancha de la historia. Son los sótanos de la línea ferroviaria 21 de la Estación Central, transformados en el Memorial de la Shoá, desde donde salían los trenes de mercancías cargados con cientos de judíos con destino a las cámaras de gas. Se salvaron poquísimos, entre ellos Liliana Segre, con quien compartimos la idea de acoger a los refugiados. En 1943 su familia había pagado a un traficante para pasar la frontera con Suiza, pero se toparon con un policía helvético que sentenció: “No podéis entrar… la barca está llena”. “Me tiré a sus pies –recuerda Segre, que entonces tenía 13 años– suplicando entre sollozos que no nos volvieran a Italia”. No hubo nada que hacer, los llevaron a la cárcel de San Vittore y luego a Auschwitz.
La solidaridad gratuita es contagiosa: hay quien lleva leche y galletas para el desayuno, hay quien ofrece recargas de teléfono para llamar a sus países de origen, otros dan jabón para la ducha.
El servicio a los refugiados se convierte en diálogo interreligioso vivido en la ciudad.
En el Memorial de la Shoá las cenas son el resultado de una armonía alternancia entre parroquias católicas, judíos Lubavitch de la cocina solidaria Betavon y por los budistas del templo de via dell’Assunta. Voluntarios anglicanos, judíos y musulmanes se alternan por la noche y la mañana, coordinados por la Comunidad.
Por las noches, en el Memorial se escuchan las historias de la Tercera Guerra Mundial a trozos, de la que habla el papa Francisco. Una anciana siria de ochenta años, de Homs, con la casa destruida por las bombas, una familia iraquí que huye de Erbil, un joven afgano que escapa porque le buscan los talibanes y un joven de dieciséis años que salió hace dos años de Eritrea y con la pierna herida por un proyectil en Libia.
También Jaled tiene 16 años y viaja sin sus padres: su padre ya está en Suecia, mientras que su madre espera poder salir de Egipto. Es sirio, de Alepo: “En mi ciudad el agua está envenenada y la gente sufre sed”. Se conmueve explicando que no sabe si sus compañeros de clase todavía siguen vivos. Luego come un helado junto a sus nuevos amigos de Sant’Egidio y dice: “Tiene el sabor de la amistad. Gracias a todos”.
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