Pilato entonces tomó a Jesús y mandó azotarle. Los soldados trenzaron una corona de espinas, se la pusieron en la cabeza y le vistieron un manto de púrpura; y, acercándose a él, le decían: «Salve, rey de los judíos.» Y le daban bofetadas. Volvió a salir Pilato y les dijo: «Mirad, os lo traigo fuera para que sepáis que no encuentro ningún delito en él.» Salió entonces Jesús fuera llevando la corona de espinas y el manto de púrpura. Díceles Pilato: «Aquí tenéis al hombre.» Cuando lo vieron los sumos sacerdotes y los guardias, gritaron: «¡Crucifícalo, crucifícalo!» Les dice Pilato: «Tomadlo vosotros y crucificadle, porque yo no encuentro en él ningún delito.» Los judíos le replicaron: «Nosotros tenemos una Ley y según esa Ley debe morir, porque se tiene por Hijo de Dios.»
Cuando oyó Pilato estas palabras, se atemorizó aún más. Volvió a entrar en el pretorio y dijo a Jesús: «¿De dónde eres tú?» Pero Jesús no le dio respuesta. Dícele Pilato: «¿A mí no me hablas? ¿No sabes que tengo poder para soltarte y poder para crucificarte?» Respondió Jesús: «No tendrías contra mí ningún poder, si no se te hubiera dado de arriba; por eso, el que me ha entregado a ti tiene mayor pecado.»
Desde entonces Pilato trataba de librarle. Pero los judíos gritaron: «Si sueltas a ése, no eres amigo del César; todo el que se hace rey se enfrenta al César.» Al oír Pilato estas palabras, hizo salir a Jesús y se sentó en el tribunal, en el lugar llamado Enlosado, en hebreo Gabbatá. Era el día de la Preparación de la Pascua, hacia la hora sexta. Dice Pilato a los judíos: «Aquí tenéis a vuestro rey.» Ellos gritaron: «¡Fuera, fuera! ¡Crucifícale!» Les dice Pilato: «¿A vuestro rey voy a crucificar?» Replicaron los sumos sacerdotes: «No tenemos más rey que el César.» Entonces se lo entregó para que fuera crucificado.
(Jn 19,1-16)
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Duccio di Buoninsegna
La corona de espinas
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La historia de Jesús se confunde con la de muchos. No es muy diferente de la de muchos torturados que están en las prisiones dispersas por el mundo: flagelados con burdos o refinados instrumentos de tortura y de dolor, humanamente destruidos, humillados, abofeteados, quizá incluso peor de lo que hicieron a Jesús, porque se ha producido un terrible y trágico progreso en la forma de hacer sufrir a los hombres. Hoy también son muchos, demasiados, los hombres que son tratados así. También en nuestro tiempo demasiados odios atraviesan la historia. En muchas partes del mundo, los sumos sacerdotes y los guardias gritan: «¡Crucifícalo, crucifícalo!». Hay un pueblo enfurecido y fanático que también grita: «¡Fuera, fuera! ¡Crucifícale!». Una multitud de políticos manipula estos sentimientos con razonamientos retorcidos, tristes, pero, al final, eficaces: «Si sueltas a ése, no eres amigo del César; todo el que se hace rey se enfrenta al César».
Ante esto, no discurren grandes sentimientos en Pilato. Emerge el hombre de la razón, aunque sea asustada, emerge el político que debe tener en cuenta muchas presiones y equilibrios al mismo tiempo. Esta escena se entrecruza con muchas tragedias contemporáneas: dramas de pueblos aislados o de pueblos enteros, de multitudes enloquecidas y de víctimas inermes, de razones complicadas que se enredan aún más por la acumulación de violencia y de sangre. En el rostro de Jesús, como en un mosaico, se pueden reconocer muchos rostros, muchos mundos, muchas prisiones, muchos campos de concentración, y todas las guerras.
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