Domingo de Ramos


 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Homil�a

Con la celebraci�n de los ramos se abre la gran y santa semana de la pasi�n, muerte y resurrecci�n del Se�or. No es s�lo un momento importante en el a�o lit�rgico, es la fuente de las otras celebraciones del a�o. Todas ellas se refieren al misterio de la pascua del que nace la salvaci�n nuestra y del mundo. Desde el mi�rcoles de ceniza la Palabra del Se�or, como en una peregrinaci�n espiritual, nos ha tomado de la mano y nos ha acompa�ado para que estuvi�ramos preparados para acoger el Triduo Santo. En los pr�ximos d�as la Palabra de Dios intensificar� su presencia en medio de nosotros para que nuestros ojos no se separen de Jes�s. S�, debemos tener fijos nuestros ojos en Jes�s que acepta la muerte para salvarnos. Encontraremos sus ojos, transidos de dolor, pero siempre llenos de misericordia y cari�o, y les veremos c�mo nos miran como miraron a Pedro que le hab�a traicionado, y sentiremos en lo profundo de nuestro coraz�n un nudo de dolor mezclado con ternura. Que pueda cada uno de nosotros, recibir en estos d�as el don de las l�grimas como las que tuvo el primero de los ap�stoles la noche de la traici�n, para que nos acerquemos de nuevo al Se�or y le empecemos a seguir con un coraz�n nuevo.

Estos santos d�as se abren con la memoria de la entrada de Jes�s en Jerusal�n. El viaje, empezado en Galilea, est� a punto de concluir. La �ltima etapa es de Betfag� a Betania, en el Monte de los Olivos, como escribe Marcos (11, 1-10). Jes�s manda delante de s� a dos disc�pulos para que le busquen una cabalgadura. Quiere entrar en Jerusal�n como nunca lo hab�a hecho antes. Hasta aquel momento se hab�a mantenido oculto y ahora quiere entrar en la ciudad santa y en el Templo revelando con claridad su misi�n de verdadero pastor de Israel, aunque ello �y Jes�s lo sabe bien� le llevar�a hasta la muerte. Era el momento decisivo de su misi�n y su vida. Sin embargo, Jes�s no entra en un carro como har�a el jefe de un ej�rcito de liberaci�n, sino sobre un pollino, tal como hab�a predicho el profeta Zacar�as: ��Exulta sin freno, Si�n, grita de alegr�a, Jerusal�n! Que viene a ti tu rey: justo y victorioso, humilde y montado en un burro, en una cr�a de burra� (9, 9).

Jes�s aparece como rey, como el salvador enviado por Dios para la liberaci�n de su pueblo. La gente parece intuirlo y corre hacia �l para festejarlo: todos extienden los mantos ante �l y agitan verdes ramos de olivo cantando: ��Hosanna! Bendito el que viene en nombre del Se�or� Es el canto de alegr�a que manifestamos tambi�n nosotros en esta santa liturgia junto a los �ngeles, mientras entramos en el memorial de la cena del Se�or. Es la alegr�a que llena a los disc�pulos y a la multitud cada vez que el Se�or se hace presente. Es la misma alegr�a que tuvo aquella mujer de Betania mientras estaba a los pies de Jes�s. �Es acaso una alegr�a excesiva? Algunos podr�an pensar que s�. Los fariseos, disgustados con aquella fiesta piden a Jes�s que haga callar a los disc�pulos, pero Jes�s bendice la alegr�a con que lo acogen: �Os digo que si estos se callan, gritar�n las piedras�.

Jes�s entra en las ciudades de este mundo mientras la vida de los hombres est� marcada tr�gicamente por conflictos de todo tipo. Necesitamos un liberador Jes�s es el �nico que puede liberar a los hombres de la guerra, de la violencia, de la injusticia, de la esclavitud. Su rostro no es el rostro de un poderoso o de un fuerte, sino el de un hombre manso y humilde que no ha venido a salvarse a s� mismo sino a los dem�s, y ha hecho de esto el objetivo de su vida. A los pocos d�as de aquella entrada triunfal en Jerusal�n llegar� el crucificado, el derrotado. Esta es la paradoja del domingo de Ramos, que nos hace vivir a la vez el triunfo y la pasi�n de Jes�s.

La liturgia con la narraci�n del Evangelio de la Pasi�n proclamado despu�s del Evangelio de la entrada en Jerusal�n muestra el rostro de Jes�s crucificado. Jes�s es rey, pero la �nica corona que le pondr�n sobre la cabeza en las pr�ximas horas es la corona de espinas, el �nico cetro es una ca�a y el �nico uniforme es un manto de p�rpura que sirve de burla. Los ramos de olivo que en este domingo son el signo de la fiesta, en unos d�as, en el huerto de Getseman�, le ver�n sudar sangre por la angustia de la muerte. Jes�s no huye de Jerusal�n, acepta la cruz y la lleva hasta el G�lgota, donde es crucificado. Todo parece terminar para �l, ya no puede ni hablar ni curar. Aquella muerte pareci� a los ojos de todos una derrota. En realidad era una victoria, era la l�gica conclusi�n de una vida gastada por los dem�s, por el Evangelio, por los disc�pulos, por los pobres.

Verdaderamente s�lo Dios pod�a vivir y morir de aquel modo, olvid�ndose de si mismo para darse totalmente a los dem�s. De esto se dio cuenta un militar pagano. El evangelista Marcos escribe: �Al ver el centuri�n, que estaba frente a �l, que hab�a expirado de esa manera, dijo: �Verdaderamente este era Hijo de Dios��. Y Dios, el Padre bueno, resucit� a su Hijo. No permiti� que venciera la muerte. La victoria del amor de Dios sobre la muerte sigue guiando hoy aquel peque�o grupo de disc�pulos que se re�nen bajo las tantas cruces de hoy, y que envuelven los cuerpos crucificados con el velo de la misericordia y el amor. El mal y la muerte no son la �ltima palabra. Los disc�pulos de Jes�s siguen amando a los pobres, a los vencidos, a los enfermos, a los que sufren, a los ancianos, a los que no tienen nada que dar a cambio, porque el amor vence el mal y la muerte.