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6 Avril 2015

Entrevista con Andrea Riccardi, fundador de la Comunidad de San Egidio

«Pidamos a nuestros amigos musulmanes que resuelvan sus problemas en paz, que renuncien a la violencia y que distingan entre religión y fanatismo»

 
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 ¿Quién es Andrea Riccardi? Para quien se interesa un poco en mundo asociativo católico o sigue la actualidad vaticana, su nombre es conocido. Nacido en 1950, su nombre es conocido, en primer lugar, por haber sido en 1968 el fundador de la Comunidad de San Egidio: un nombre que refleja la plaza homónima sita en el Trastevere; y desde 1973 su sede está en el adyacente antiguo convento de las carmelitas. La Comunidad, presidida desde 2003 por el historiador Marco Impagliazzo, está muy comprometida en el servicio a los pobres, marginados, minusválidos, inmigrantes y presos, en Roma y en diversos lugares del mundo. Además, promueve la educación en pro de la paz en el ámbito escolar y, en estos últimos años, ha sido protagonista en la resolución de varios conflictos sangrientos como, por ejemplo, en Mozambique. Tampoco es casualidad que el pasado 20 de febrero  la canciller alemana Angela Merkel quisiera, tras mantener unas reuniones en el Vaticano, acudir durante una hora a un encuentro en San Egidio. Una parte fundamental de la actividad de la Comunidad es la promoción –incluso a través de grandes congresos anuales– del diálogo ecuménico (sus relaciones con el mundo ortodoxo son muy estrechas) e interreligioso (mantiene sólidos vínculos con el mundo judío). Andrea Riccardi es profesor de Historia Contemporánea en la Universidad de Roma 3, especializado en la Historia de la Iglesia y del Papado y fue ministro de Cooperación y Desarrollo en el Gobierno de Mario Monti. El pasado domingo 22 de marzo fue elegido presidente de la Sociedad Dante Alighieri. Nos recibe en San Egidio, en el jardín que da al Salón de Actos, en el cual se está hablando –todo un hito- de diálogo interreligioso entre católicos y musulmanes chiíes; estos últimos están representados por nada menos que diez dignatarios procedentes de un Oriente Medio de donde –hoy más que nunca– surgen no pocas preocupaciones. El tema que abordamos con nuestro interlocutor es el de las novedades aportadas a las formas y contenidos de la diplomacia vaticana desde que irrumpió en la escena pontificia Jorge Mario Bergoglio, un jesuita argentino que quiso llamarse Francisco.

 
Profesor Riccardi, antes de abordar el tema de la actual diplomacia pontificia, ¿nos podría aclarar que entiende usted cuando oye que se define a Francisco como el “Papa de las periferias”?
 
Creo que el discurso sobre las periferias expresa una importante intuición del Papa: nuestro nuevo mundo, globalizado, es un mundo  urbano y de periferias, en el cual tanto la ciudad como la sociedad en su conjunto se están convirtiendo en periferias. Es necesario volver a empezar desde ese punto de partida. Lo de ir a salir hacia las periferias no me parece que sea una intuición evangélica, sino más bien una estrategia pastoral del Papa. Además, hasta la fecha sus viajes por Europa se han caracterizado por la aplicación de esta estrategia.
 
El pasado 21 de marzo, el Papa estuvo en Nápoles en una jornada muy intensa de encuentros, baños de multitudes y de palabras impactantes…
 
En el contexto de la estrategia antes citada Nápoles ha sido una etapa muy importante ya que ha sido la primera ciudad europea a la que ha viajado; es una ciudad que se sitúa entre el gran sur de Río y de Buenos Aires y el gran norte de París. Nápoles tiene todas las características de gran ciudad del mundo global.
 
Asimismo, Francisco ha sido definido como el Papa de la misericordia y no es casualidad que haya convocado el Año Santo de la Misericordia…
 
Pablo VI observó que la espiritualidad del Concilio ecuménico Vaticano II estaba muy bien representada por la parábola del Buen Samaritano. Ahora, la convocatoria del Año Santo de la Misericordia significa invitar a todo el pueblo a pasar a través de la Puerta de la Misericordia. Es una gran intuición pastoral, es decir, una gran intuición del pueblo.
 
 ¿Cómo se reflejan la periferia y la misericordia en la actual diplomacia pontificia de hoy?
 
Se ha dicho que este Papa es absolutamente ajeno a la diplomacia, que nunca ha sido diplomático  y que tampoco ha viajado mucho por el mundo. Sin embargo, en mi opinión, es un hombre del dolor, atento a los dolores de los hombres. Sabe lo que significa el horror de la guerra. De ese horror toma cuerpo el comportamiento del Papa en relación con algunos de los difíciles desafíos diplomáticos, como es el caso de Siria, del conflicto entre israelíes y palestinos o del ucraniano. Por su parte, se desprenden intervenciones puntuales que señalan cómo el Papa procura ser algo así como el profeta y el motor de la diplomacia pontificia, que tiene una historia gloriosa (basta con recordar, entre tantos otros, a los cardenales Casaroli o Silvestrini), pero que desde hace algún tiempo está algo averiada.
 
¿Un poco averiada? ¿Por qué?
 
Tal vez porque el mundo global necesita algo de audacia… Y la diplomacia pontificia siempre ha sido prudente. O incluso porque precisa de una renovación. Me da la impresión de que lo está haciendo, pero no para transformarse en una diplomacia de exhibición, sino para ir a las raíces de las urgencias de hoy: el diálogo entre los pueblos y los gobiernos. Sin olvidar, obviamente, la defensa de la libertas Ecclesiae, asunto crucial que implica en primer lugar a China y a los países musulmanes.
 
 En su opinión, ¿qué rasgos de su personalidad que el Papa pone sobre la mesa para impulsar la diplomacia vaticana?
 
La diplomacia precisa audacia, discreción y tiempo. El Papa es un hombre de diálogo. Hay tantos jefes de Estado que quieren entrevistarse con él: los escucha, les toma en serio, memoriza caras y palabras y lo incluye todo en un marco global. Es, sobre todo, un Papa de la globalización, por lo tanto, tiene bien presentes los focos de los conflictos. Se da en este caso una interesante sinergia entre la profecía papal de la paz y la labor diaria de la diplomacia vaticana. Mi sensación es que esta última está llamada a una mueva presencia y a una nueva actividad.
 
Una profecía de la paz que el Papa Francisco utiliza con mucho gusto a través de gestos inusuales…
 
Es que también es el Papa de las palabras y de los gestos. Me vienen a la memoria la gran oración por la paz, en especial la de Siria, que se asoció a una jornada de ayuno. Aún tengo en mente el impresionante silencio que imperaba en la Plaza de San Pedro aquella tarde del 7 de septiembre de 2013. Aquella oración detuvo la ley del Talión, el ojo por ojo, diente por diente, que nos hubiera llevado a peligrosa espiral de guerra.
 
La fuerza de la oración ha sido reivindicada por el Papa Francisco en otras ocasiones…
 
Conviene aquí recordar que tal fuerza constituyó la base del Primer Encuentro de Asís en 1986, cuando el Papa Wojtyla convocó a los grandes líderes religiosos para que rezaran juntos. El Papa polaco intuyó que las religiones podían ser gasolina sobre el fuego de los conflictos, pero también el agua que los apaga.
 
Sin embargo –uno puede objetar­– no parece que la fuerza de la oración se haya manifestado con mucha regularidad desde 1986…
 
No estoy de acuerdo. ¿Qué sería el mundo sin oración? ¡Sería inhumano! ¿Qué sería el mundo sin diálogo? ¡También sería inhumano! A menudo se nos pregunta: ¿qué han cambiado la oración y el diálogo? Pues creo que mucho. La Historia también está hecha de corrientes subterráneas y no solo de las crónicas proclamadas por los periódicos. Un buen ejemplo, tan reciente como importante, lo constituye el acercamiento entre Cuba y Estados Unidos. En él, el Papa ha jugado un papel importante. También la Comunidad de San Egidio ha sembrado en silencio, demostrando que se podía ser cristianos leales con su propio país. Recuerdo a este propósito la gran oración pública interreligiosa que tuvo lugar el pasado mes de septiembre en La Habana, con presencia de representantes del Estado. Todos nosotros tenemos que buscar la paz. Después, cada uno será más o menos eficaz en su trabajo. Pero es un hecho que las corrientes subterráneas de la Historia actúan.
 
Sigamos con la fuerza de la oración. La invocación de la paz en Tierra Santa que tuvo lugar el pasado 4 de junio en los jardines vaticanos produjo perplejidad y ha sido definida por no poca gente –especialmente dentro del Vaticano– como inútil, dada la situación de bloqueo en aquella región…
 
Le agradezco que me haga esta pregunta, que me da la oportunidad de corroborar que la oración por la paz no es una gallina que pone inmediatamente un huevo. Más bien diría que [la fuerza de la oración] está relacionada con un proceso de purificación del odio que está en los corazones y que suministra gasolina para la guerra. Por lo que respecta a la invocación del Papa Francisco en los jardines vaticanos la defiendo porque en un futuro se verá que habrá tenido sentido. ¿Qué la situación en Tierra Santa está bloqueada? Hemos de tener una visión global de la zona de Oriente Medio, que es bastante compleja. En mi opinión. Ha llegado el momento de cambiar las políticas occidentales que hasta ahora se han llevado a cambio en relación con Oriente Medio, en primer lugar las de Siria e Iraq.
 
 
Antes ha citado el asunto ucraniano como uno de los más espinosos de la escena internacional.
 
Es un escenario muy difícil. Por una parte, Ucrania se siente y ha sido agredida; por otra no se debe humillar a Rusia. Además, dentro de Ucrania, también hay una fragmentación religiosa con tres corrientes ortodoxas, a los que se añaden los greco-católicos y los católicos latinos; por si no fuera suficiente, a nadie se le escapa la fragilidad de las relaciones con el Patriarcado de Moscú.  También aquí la religión es parte del problema y, por lo tanto, ha de ser parte de la solución. Y me da la impresión de que la diplomacia vaticana se está moviendo bien como lo demuestra la reciente visita del cardenal Parolin, Secretario de Estado, a Minsk, capital de Bielorrusia –sede de la cumbre cuadripartita entre Ucrania, Rusia, Francia y Alemania–, sin olvidar las gestiones eficaces del Nuncio apostólico en Moscú.
 
El tema central del congreso promovido por la Comunidad de San Egidio junto a la fundación iraqí y chií Al Joei y la fundación alemana Missio es el de las relaciones entre católicos y chíies, una de las más importantes corrientes musulmanas. Se trata de relaciones especialmente valiosas, más si cabe en un momento en el que toda la zona mediterránea  atraviesa una situación de precariedad grave que, entre otras cosas, ha originado la aparición del Estado islámico y sus ramificaciones fuera de los territorios sirio e iraquí. Usted ha dicho que  católicos y chíies tienen en común la persecución que padecen. Es, pues, una amenaza grave…
 
Gracias también por esta pregunta, que me da la posibilidad de atestiguar la tragedia que aflige ante todo al mundo musulmán: sunníes contra chíies, chíies contra chíies y luego la batalla contra los cristianos y todo Occidente. Pidamos a nuestros amigos musulmanes que resuelvan en paz sus problemas, que renuncien a la violencia y que distingan entre religión y fanatismo. El mundo chií –entre los ponentes del Congreso diez son altos dignatarios chíies provenientes de Iraq, Irán, Kuwait, Arabia Saudí, Bahrein y Líbano– tiene una cultura basada en la razón y una jerarquía, factores importantes para nosotros que necesitamos interlocutores musulmanes legitimados y así poder mantener un diálogo que vaya más allá de las formalidades.
 
 Traducción: J.M. Ballester Esquivias

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