Tengo casi setenta y cinco años y vivo sola en mi casa, la casa donde vivía con mi esposo, la que dejaron mis hijos cuando se casaron. Siempre me he sentido orgullosa de mi autonomía, pero desde hace algún tiempo ya no es como antes, sobre todo cuando pienso en mi futuro. Todavía soy autosuficiente, pero ¿hasta cuándo? Me doy cuenta de que cada día soy menos ágil, aunque me digan: «¡Ojalá yo a su edad estuviera como está usted!». Salir a hacer la compra y ordenar la casa se me hace cada vez más pesado. Y entonces pienso: «¿Qué será de mí en el futuro?». Cuando era joven, la respuesta era bien simple: estar con mi hija, con mi yerno, con mis nietos... Pero ahora, ¿cómo se puede hacer eso, si las casas son pequeñas y en la familia todos trabajan? También en eso la respuesta es bien simple: la residencia.
Es una constante, lo dice todo el mundo. Pero también es cierto que todos saben, y no lo dicen, que nadie querría dejar su casa para ir a vivir a una residencia. No me creo que sea mejor una mesita de noche, un espacio pequeño y una vida anónima que la casa de cada uno, donde cada objeto –un cuadro, una fotografía– recuerda y llena un día sin muchas novedades.
A menudo oigo a gente que dice: «La hemos puesto en una residencia muy bonita, por su bien». Tal vez son sinceros, pero ellos no viven allí. Ni siquiera es un «mal menor» pero necesario. Aunque uno no termine en uno de esos lugares que salen en las noticias, donde cuesta una barbaridad que te den agua cuando tienes sed o te maltratan solo porque se sienten frustrados por el trabajo que tienen que hacer, no creo que la residencia sea la respuesta para quien está un poco mal y, sobre todo, está solo.
Terminar viviendo con personas a las que no conoces, con las que no has decidido vivir, y que no has elegido, ¿es realmente una manera de vencer la soledad? Sé muy bien cómo se vive en una residencia. A veces quieres descansar y no puedes porque te molesta el ruido que hacen los demás, la tos, las costumbres de los demás, que son distintas de las tuyas. Mucha gente dice que cuando uno se hace viejo lo exagera todo. Pero no es ninguna exageración pensar que quieres leer pero otro quiere apagar la luz, o que quieres ver un programa pero se mira otro o no es la hora de mirar la tele.
Cuando estás ingresado incluso los problemas más banales se vuelven difíciles: tener cada día el periódico, arreglar en seguida las gafas cuando se rompen o comprar algo que necesitas si no puedes salir. A menudo cambian tu ropa interior por la de otra persona cuando hacen la colada y puedes terminar sin tener nada tuyo.
Lo peor –suponiendo que la comida no sea mala– es que no puedes decidir casi nada: cuándo levantarte y cuándo quedarte en la cama, cuándo encender la luz o cuándo apagarla, cuándo y qué comer... Y al final, cuando te haces mayor (y te sientes más incómodo porque ya no estás tan bien como antes), te ves obligado a tenerlo todo en común: enfermedad, debilidad física y dolor sin ningún tipo de intimidad ni pudor.
Hay quien dice que en la residencia «lo tienes todo y no eres un peso para nadie», pero no es verdad. No lo tienes todo y no es la única manera que existe para no molestar a los que más quieres.
Existe una alternativa: quedarte en casa con un poco de asistencia y, cuando estás peor o te pones enfermo, que alguien te ayude en casa durante aquel tiempo. Ese servicio ya existe, pero más sobre el papel que en realidad. Las administraciones deberían garantizar la asistencia. Somos muchos los que podríamos quedarnos en nuestra casa solo con un poco de ayuda (alguien que vaya a hacer la compra, pago de recibos, algo de limpieza, etc.), o con la asistencia sanitaria a domicilio (el fisioterapeuta, el médico, la enfermera), tal como está previsto en la ley.
Y no es verdad que todo eso cueste mucho. Estos servicios cuestan dos o tres veces menos que un eventual ingreso mío en un centro de larga estancia o en una residencia. Me dicen que en otros países la situación es distinta. Pero aquí puede pasar que termines en una residencia sin ni siquiera haberlo decidido tú. No entiendo por qué se respeta la voluntad de un testamento y en cambio no se nos escucha ahora que estamos vivos cuando no queremos ir a una residencia.
He oído en la televisión que en nuestro país se destinan muchos millones para construir nuevas residencias y para crear muchas nuevas plazas. Si viviera en una barraca eso sería una buena noticia. Pero yo ya tengo una casa y una cama, ya tengo mi «plaza». No hace falta que construyáis cocinas nuevas para prepararme la comida; podéis utilizar la mía. No necesito que me hagáis una sala nueva y grande para ver la televisión; ya tengo mi televisor en la habitación. Mi cuarto de baño todavía funciona. Mi casa, como mucho, solo necesita algunas barandillas y agarraderos en la pared. Os costaría mucho menos.
Lo que deseo para mi futuro es la libertad de poder elegir vivir los últimos años de mi vida en casa o en una residencia. Hoy esa libertad no la tengo. Tener asistencia a domicilio es muy difícil, casi imposible: hay muchas peticiones y el servicio todavía es muy limitado. Pero si aumentara esa asistencia a domicilio y se extendiera a todos los que la necesitan, podríais dejar de construir tantas residencias nuevas, que cuestan mucho dinero. E incluso los hospitales estarían más vacíos.
Por eso, aunque ya no soy joven, todavía quiero hacer oír mi voz y decir que no quiero ir a una residencia y que no se lo deseo a nadie. Ayudadme a mí y a todos los ancianos a quedarnos en nuestra casa y a morir entre nuestras cosas. Tal vez viviré más; seguramente viviré mejor.
María
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