| 23 Março 2015 |
No es país para jóvenes |
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El era un chico de San Salvador, / 21 años y un sueño de paz. / En una tierra aún dividida, / por la violencia difusa que había"... Así empieza la canción que la Comunidad de San Egidio ha compuesto para William Quijano, un joven salvadoreño asesinado en el 2009 por una mara, una de las bandas violentas de las periferias de las ciudades. William era voluntario en la Escuela de la Paz de Apopa, centro de la Comunidad de San Egidio donde trabajaba para alejar a los niños más necesitados de la violencia. Lo mataron a disparos cerca de su casa. Tenía 21 años.
Cinco años después, su amigo Francisco Hernández le sigue recordando. Hernández es seminarista en Roma y cuando acabe su formación quiere volver a El Salvador para luchar contra las bandas armadas. Hace poco ha visitado la Comunidad de San Egidio de Barcelona para contar la historia de su amigo y denunciar la violencia de las calles de su país: "Cuando nació la Escuela de la paz de Apopa, hace diez años, las maras nos vieron como un rival. Creyeron que metiendo miedo acabarían con nosotros, y por esto mataron a William: sólo por soñar con un país diferente", cuenta Hernández.
En 1992, después de trece años de guerra civil, se firmó la paz en El Salvador. Pero "la paz se quedó en los papeles", lamenta el seminarista. Con la posguerra no se acabaron el hambre ni la violencia. Todo lo contrario: los jóvenes de las zonas más pobres empezaron a unirse a las maras, que les ofrecen una falsa protección, una falsa familia.
El Salvador tiene hoy tasas de mortalidad más altas que Iraq o Pakistán, y más de 100.000 jóvenes se han metido en alguna de las bandas armadas del país. "Como muchos chicos no han tenido amor de familia, es fácil que caigan", cuenta Hernández. Para ser aceptado en una mara tienen que pasar pruebas muy duras: las mujeres son violadas y los hombres, apaleados. Pero muchos no tienen opción. "En mi país es difícil ser joven. Si uno no es perseguido por las maras, es perseguido por la policía, y al revés", lamenta el seminarista.
Las escuelas de la paz de la Comunidad de San Egidio luchan para cambiar esta tremenda dinámica y evitar que los niños pobres de El Salvador se vean arrastrados por el lado oscuro. Entre otros muchos casos, se consiguió con Pedro. "Pedro, conocido como Pedrito, llegó al centro infantil de Apopa siendo un niño problemático, distante y violento", recuerda Hernández. "Pero poco a poco se fue abriendo, y descubrimos que era maltratado en casa. Su mamá, prostituta y miembro de una mara, le pegaba dos o tres veces al día. Una vez incluso nos vino con la mano vendada. Su mamá le había quemado con una plancha por robarle 25 centavos".
Por su situación, Pedrito era un blanco fácil para las bandas. "Parecía un caso perdido", cuenta Hernández. Pero los voluntarios de la escuela de la paz -entre ellos el asesinado William Quijano y el propio Hernández- consiguieron alejarlo de la violencia, y "ahora es Pedrito el estudiante, no Pedrito el delincuente". Hernández sabe que le salvaron la vida: "Si no se hubieran preocupado por él, a lo mejor ahora estaría en un cementerio".
Apostar por la educación de los niños es la mejor manera de luchar contra la violencia. "Salir de una mara es muy difícil", alerta el seminarista, e intentan evitar que los adolescentes caigan en ellas.
Muchas veces son los mismos delincuentes los que mandan a sus hijos a las escuelas de la paz porque, como cuenta Hernández, "quieren que tengan una vida mejor que la que ellos tuvieron". Cuando los chicos llegan al centro no les preguntan por su pasado. Les hacen soñar un futuro.
Sandra Camprubí
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