Historiador, Fundador de la Comunidad de Sant'Egidio
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Señor Presidente de la República,
Beatitudes, ilustres líderes religiosos,
Queridos amigos,
me alegra que nuestro encuentro internacional tenga lugar en Tirana. Doy las gracias de manera particular al Presidente, al Primer Ministro y a las autoridades albanesas, al tiempo que recuerdo que las religiones de Albania han querido celebrar este congreso con gran firmeza.
Ese es uno más de los motivos por los que estamos aquí: Albania es un país plural desde el punto de vista religioso. Musulmanes suníes, cristianos ortodoxos, católicos y bektashis viven juntos. Esa es la herencia de la historia de este país. No es un resto del pasado. Actualmente muchas sociedades del mundo se encuentran en una situación en la que conviven entre personas diferentes. Ya no existen sociedades homogéneas sin el otro. Ninguna sociedad es una isla. Convivir entre personas diferentes crea problemas, pero es una situación rica humanamente que comporta dialogar en el día a día. Es Albania: tierra de convivencia.
Pero este país sufrió una profunda herida. En los oscuros años posteriores a la Segunda Guerra Mundial, fue la tierra del "comunismo hecho realidad". Toda libertad, particularidad y diversidad fueron prohibidas. Incluso la religión, hasta el punto que en 1967 Albania fue proclamada el primer Estado totalmente ateo del mundo. Cualquier acto religioso estaba prohibido y era duramente castigado. Durante aquellos años, libertad, conciencia y fe comportaron el martirio de muchos. Esta es una tierra de mártires. No es casualidad que en Durres terminaran en la misma cárcel y en la misma tumba el muftí Mustafá Varoshi y el arzobispo católico Prendushi. Según Amnistía Internacional, en 1991 todavía quedaban 31 campos de concentración abiertos en Albania.
Gjovalin Zezaj, un querido amigo mío superviviente del gulag, explicó: "Entró un preso, al que llevaban en brazos, parecía que lo habían torturado mucho, porque no era capaz de sostenerse en pie, y le oí balbucear: Esto es realmente el infierno". Sí, un infierno.
Las fronteras de Albania estaban cerradas. Cerraron incluso el espacio del cielo y de la conciencia. Los albaneses sufrieron mucho durante más de cuarenta años de régimen. Parece una historia lejana. Yo mismo conocí aquel mundo, en los años ochenta. Era gris, cerrado, violento. Recordándolo hoy, parece impensable, imposible que existiera aquel sistema de vida. Casi como si fuera una pesadilla de la historia. Pero existió.
En los años ochenta el régimen parecía fuerte, sin resquicio alguno de libertad y de cambio. Parecía destinado a durar mucho tiempo. Pero todo cambió. Recuerdo los días entusiastas de la conquista de la libertad. La historia está llena de sorpresas, a veces después de periodos cerrados, bloqueados, oscuros. Esta es una lección de esperanza, incluso hoy, en un tiempo de resignación, en el que asistimos a muchas situaciones insoportables e inhumanas, dominadas por la guerra y la violencia.
Hemos querido celebrar este encuentro en Albania en el espíritu de Asís con religiones diferentes, humanistas no creyentes y pensadores. Porque esta es una tierra de la convivencia en paz entre personas distintas; porque esta tierra tiene una historia de martirio y de búsqueda de la libertad. Y también porque la Comunidad de Sant’Egidio hace décadas que está cerca de Albania con simpatía por su gente, con un trabajo concreto, considerándola una parte integrante de Europa.
Creemos que hace falta el espíritu de Asís. Este espíritu nace del gran encuentro impulsado en 1986, en tiempo de guerra fría, en Asís por Juan Pablo II con líderes de las grandes religiones: "no uno contra el otro, sino uno junto al otro". Las religiones, unidas, son una fuerza de paz y una escuela de diálogo. Y el espíritu va por delante de las mismas religiones: las interroga a través de la historia, a través de las peticiones de paz y los lamentos que vienen de la guerra o de las divisiones históricas. Las religiones están llamadas a escuchar juntas los lamentos y las preguntas. No solo las de sus correligionarios, sino las del mundo y las de quien sufre. También las religiones necesitan el espíritu de Asís, que es diálogo y escucha de los gritos de la historia.
Las religiones han sido (y pueden ser) –lo sabemos– instrumento de división, contraposición y conflicto. El espíritu de Asís es disociarse del estallido belicista de las religiones y descubrir que la paz es un mensaje arraigado en las tradiciones. Es contagio de la cultura del diálogo y del encuentro.
En este espíritu, hemos recorrido estos treinta años con etapas significativas año tras año, como Varsovia en 1989, con encuentros inéditos que han dado lugar a eficaces itinerarios de paz. Hoy hay algo que nos preocupa: la difusa resignación a padecer la historia de violencia, terrorismo y guerra. Como si fueran fenómenos imparables. Como si la paz fuera una utopía que se perdió el siglo pasado (que fue un tiempo de muchas guerras). Un solo ejemplo: Siria. Hace más de cuatro años que se muere cada día como resultado de los disparos de una guerra terrible, que ya dura más que la Primera Guerra Mundial. Allí, entre millones de personas que sufren, recordamos a amigos muy apreciados de este diálogo nuestro, que desaparecieron en la nada, perdidos en el horror de la violencia: los obispos sirios de Alepo Mar Gregorios Ibrahim y Paul Yazigi, y el italiano Paolo Dall'Oglio.
La paz parece imposible para Siria. Renunciar a la paz es condenar a muerte al país. El fracaso de la comunidad internacional –de esto hay que hablar– es evidente. Y yo me pregunto: ¿dónde está un movimiento por la paz en Siria? ¿O en los países árabes? ¿O en Europa? ¿O en el Mediterráneo? La pasión por la paz parece haberse agotado. En 2003, sin embargo, existió un impetuoso movimiento por la paz contra la guerra de Iraq, país hermano de Siria. No hay inquietud, protesta, invocación... por la paz. Una esperanza compartida de paz frente al fracaso de la política ya es un recurso. Construir la paz es un trabajo difícil, lento, realista, pero también un sueño que suscita muchos caminos.
¿Podemos aceptar resignarnos ante la guerra? Quizás sí, si nos retiramos a nuestros pequeños mundos de paz, en un rincón protegido, en un país. Pero la guerra, la cultura de la guerra, nos asedia, aunque sea solo con los refugiados. Como los que llegan a Europa, sufriendo, sin saber adónde ir y sin poder volver a vivir en sus países. Los sirios –por poner un ejemplo concreto– llegan a Europa. Solo recuperar la paz en Siria y en Iraq podrá hacer que se queden en su tierra. Los sirios, al igual que otros refugiados por la guerra o por desastres medioambientales, dejan sus tierras. ¿Quién tiene derecho a detenerles? .
Una paz solo para nosotros, sin buscarla para los demás, no solo no es justa sino que ya no es posible. No lo decimos como soñadores (aunque el sueño tiene también una fuerza propia) sino que lo decimos como personas que han trabajado como pacificadores de manera concreta. También aquí, en Albania, como en otras partes del mundo. Con éxitos –como en Mozambique–; con esfuerzo y resultados limitados en otras partes, pero siempre creyendo que la paz es posible. Tiene que ser siempre posible, como la esperanza de vivir, de ser feliz y de tener una vida digna.
Por eso, queridos amigos, hemos planteado una pregunta central: ¿la paz es posible? Es una pregunta que suena a protesta contra la guerra y la resignación que la rodea. Protestar no es inútil. Si se consolida la resignación surgen fenómenos preocupantes, como el restablecimiento de la violencia. Y no solo eso, sino también la atracción de la violencia y del terrorismo. Así ha sucedido con los combatientes extranjeros que se van de nuestros países europeos y mediterráneos para luchar con los terroristas en Oriente Medio.
¿La paz es posible? Es una pregunta para los creyentes. La paz está escrita en sus tradiciones. Es objeto de la oración. Muchos la consideran como el mismo nombre de Dios. ¿No tienen que abrir las religiones un discurso más fuerte sobre la paz y su valor? Las mismas religiones corren el riesgo de resignarse a la guerra y a la violencia, como realidades inevitables. Eso sucede cuando se cierran en su recinto, cuando se aíslan con sus fieles sin mirar al otro. Ninguna religión es una isla. Albania lo demuestra. Lo demuestran nuestras ciudades. La paz empieza cuando estamos juntos con los demás. Continúa con la educación a la paz de las jóvenes generaciones. Se consolida distanciándose de la violencia, deslegitimándola, quitándole valor religioso y humano. Muchas guerras y muchos terrorismos roban motivaciones, modelos y palabras a las religiones. Terminan por encubrir actos inhumanos, con el nombre de Dios o con valores religiosos.
Algo debe desbloquearse en el mundo de las religiones: ante la demanda de paz de muchos pueblos, ante los refugiados que llaman, ante las teologías de la violencia. La autorreferencialidad de los creyentes significa que el espíritu está dormido. Las religiones deben expresar la rebelión de la conciencia moral contra la violencia y el mal. La violencia mata al hombre, pero antes destruye su humanidad y su alma religiosa. Tradiciones religiosas antiguas no pueden quedar atrapadas en la orgía de una violencia globalizada. Por eso tienen que desbloquearse, del mismo modo que los pueblos de varios países europeos se han desbloqueado y han ido a encontrar a los refugiados, a pesar de los muros y de las protestas populistas. Se han liberado del bloqueo del miedo. Muchos europeos han ido con simpatía hacia personas a las que no conocían, personas que incluso eran presentadas como invasores.
"Religión" –según su etimología latina– significa lazo. "Nunca sin el otro", decía Michel de Certeau. La religión crea, en el amor, un lazo con el otro. Por eso es necesario que las diferentes familias religiosas se encuentren y dialoguen. Y es necesario dialogar con los no creyentes, los humanistas. El mejor pensamiento no creyente converge con el religioso en el valor de la vida y de la paz.
Hay que mirar a la cara las realidades en sus dolores. Las religiones alimentan siempre, incluso en los conflictos, la esperanza de una paz posible. E incluso pueden determinar la revuelta del Espíritu contra un pensamiento resignado (y único) sobre la guerra, que alimenta decisiones políticas. Nuestro tiempo necesita hombres y mujeres pacíficos, capaces de rebelarse en nombre de la paz.
Los grandes del espíritu siempre han enseñado que allí donde arde la sinagoga, tarde o temprano, arderán la iglesia, la mezquita y con ellas la democracia y la cultura. Nunca hay que destruir el templo del otro. El párroco de la catedral de Berlín, Bernard Lichtenberg, la noche de los cristales rotos, en 1938, predicaba con estas palabras: "allí fuera arde la sinagoga: es la casa de Dios". No se puede decir: son problemas de otros. Somos distintos pero estamos unidos: "todos diferentes, todos parientes", decía Germaine Tillion, que pasó por el campo de concentración de Ravensbruck.
Todo está unido en nuestro mundo. Hace más de un año que sufrimos gran angustia por la situación de los cristianos y de los yasidíes en Oriente Medio, obligados a abandonar sus tierras históricas. Es algo que afecta a todas las religiones.
En los acontecimientos terroristas de París, en enero de 2015, personas que afirmaban ser musulmanas asesinaron a otros musulmanes, a judíos y a no musulmanes. Son una lección las palabras del inmigrante africano Lassana Bathily, musulmán practicante que salvó a algunos judíos del ataque terrorista en el supermercado kosher: "Sí, ayudé a algunos judíos. Somos todos hermanos. No es cuestión de si somos judíos, cristianos o musulmanes, porque estamos todos en la misma barca". Es una idea simple, pero fundamental: la guerra es insoportable, tenemos que hacer que la paz sea siempre posible. ¡Estamos todos en la misma barca! !
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