Historiador, Fundador de la Comunidad de Sant'Egidio
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Que hombres y mujeres de religiones distintas converjan en Roma no es un ritual ni folclore. Para mí es un gesto de valentía, sobre todo en referencia al clima y a la crisis que viven algunos de sus países. Es signo de interés, de apertura al otro, que sobrepasa los límites de una comunidad determinada, por grande que sea, y que puede ser autorreferencial y quedar circunscrita a sus alegrías y sus dolores.
Estos mundos, fruto de antiguas tradiciones de fe, son el seno materno de la vida creyente de millones de personas. Reservas preciosas en sociedades que muchas veces son pobres de esperanzas. Es necesario que los creyentes tengan la valentía de mirar fuera de sus fronteras, y eso no significa renegar de las raíces, sino más bien ser fiel a ellas en la aventura espiritual de encontrarse con el otro. El papa Francisco lo llamaría la valentía de salir a la calle.
Por las calles de un mundo globalizado se cruzan personas distintas por fe, historia e identidad. Convivir con gente diferente no es fácil, a veces es complicado y genera conflictos. Si el otro se queda fuera, al margen de mi campo de visión, es peligroso, porque corre el riesgo de terminar en la zona de los enemigos. Seguramente es una situación espiritualmente insana. Martin Luther King lo comprendió cuando afirmó que el otro es un problema religioso:
"He buscado mi alma, pero no la he visto,
he buscado a mi Dios, pero se me ha escapado,
he buscado a mi hermano, y he encontrado a los tres".
Hermanándonos con el otro encontramos nuestra alma y a Dios, decía. El otro, el que es distinto, no son solo un problema político y social, sino que son una gran cuestión espiritual. Existe una gran cuestión espiritual (que muy a menudo se ha eludido) en el mundo globalizado, donde personas diferentes entran en contacto entre ellas y conviven: ¿cómo vivir con el otro? ¿hay un aprecio mutuo? ¿hay una estima mutua? ¿simplemente se intercambian cosas? ¿se sienten las vibraciones espirituales que empapan el modo de creer de los demás?
El horizonte se ha ampliado inmensamente con la globalización. La ampliación interroga a las religiones. Si la etimología latina de la palabra "religión" deriva de atar, lo contrario de "religión" no es el descreimiento sino la soledad. La autosuficiencia de los creyentes se convierte en ceguera. Y también en avaricia: no poner a disposición de los demás los recursos espirituales y humanos que los creyentes han ido madurando en el seno de una religión. Y en pereza: a veces quien viene de una larga historia siente el derecho de ser perezoso en la historia de hoy.
El rabino Jonathan Sacks escribe: "La prueba de la fe consiste en entender si yo soy capaz de hacer espacio para la diferencia: ¿puedo reconocer la imagen de Dios en alguien que no se corresponde con mi imagen, alguien cuya lengua, fe e ideales son distintos de los míos? Si no puedo, entonces he hecho Dios a mi imagen y semejanza...". El espíritu de Asís no es un relativismo que convierte en iguales todas las religiones. Las religiones son irreductiblemente diferentes. Pero la diferencia no lleva inevitablemente al conflicto o a la perezosa y peligrosa ignorancia.
En 1986 Juan Pablo II, invitando a los líderes de las religiones en el monte de Asís, con una profunda intuición sintió –había la guerra fría– la fuerza de paz de las religiones. Por eso quiso abrir una nueva época: ya no rezar unos contra otros, sino rezar unos junto a los otros, dijo. Quiso que el camino continuara, no para celebrar un acontecimiento emocionante pero lejano; había nuevos desafíos que interpelaban a las religiones y las impulsaban a ser amigas y a luchar por la paz y la transformación del mundo.
Desde Asís en 1986 hasta hoy, con la creciente globalización, los conflictos de civilizaciones y los choques interreligiosos, nosotros hemos continuado este camino cada vez más convencidos de que las religiones son una fuerza humilde. Decía Pietro Rossano: "Cada religión, cuando expresa lo mejor de sí misma tiende a la paz. Las religiones hoy vuelven a ser protagonistas de la historia de ayer. Pero a menudo han quedado atrapadas en el juego peligroso de la dramatización o la sacralización de las diferencias.
Dramatizar es muy peligroso para nuestros países, aunque electoralmente parezca rentable. En algunos de nuestros países (a veces también en el mío) lo que es realmente dramático es no tomar en serio y no abordar el verdadero drama de la vida y del gran mundo. Nuestro drama es el teatro efímero de la dramatización y de las inútiles contraposiciones. Este drama convierte a algunos países en peonzas que giran alrededor de sí mismas y terminan cayendo. Y aprovecho la ocasión para saludar al presidente del Gobierno, Enrico Letta, que en pocos meses ha demostrado el sentido concreto de la política como responsabilidad.
Por desgracia, en varias partes del mundo la dramatización de las diferencias es un auténtico drama. Sangriento: hay que eliminar al otro. Es la historia del terrorismo religioso, una verdadera ideología, que se disfraza incluso del nombre de Dios. La ideología del terror es blasfema, atrae corazones desesperados o vidas saciadas y vacías: ofrece un enemigo que abatir, casi una vocación liberadora. Pero asesinar a inocentes nunca es liberar; más bien comporta la esclavitud del miedo. Esclavizar y robar la libertad significa oprimir con el miedo. Significa aplastar la esperanza.
Con el terrorismo, unos pocos pueden hacer daño a muchos, y con la amplificación de los medios de comunicación, pueden enseñar la potencia de sus agresiones. Es gente que no quiere cambiar el mundo sino hacerlo sufrir. Así, en Nairobi, en Kenia, un niño occidental se convierte para el terrorismo religioso en un enemigo que asesinar. Así, se siembra la muerte con un atentado suicida en un funeral chií en Bagdad. O son asesinados los fieles tras la oración del domingo en una iglesia anglicana en Pakistán. Y no podemos olvidar a todos los secuestrados, sobre todo en la ensangrentada Siria, entre los que están nuestros compañeros de diálogo, los obispos de Alepo Paul Yazigi y Mar Gregorios Ibrahim, además de Paolo Dall'Oglio y otros. Hay que celebrar, tras dos años y medio en punto muerto, la reciente y unánime resolución del Consejo de Seguridad sobre Siria, porque no se puede salir de una situación de violencia inhumana con la violencia, sino únicamente con la negociación.
En cuanto al terrorismo, que nadie piense que puede huir de él esperando que la suerte nos sonría a nosotros y a nuestros seres queridos o confiando pertenecer a un grupo que no es de riesgo. El terrorismo global es ciego. Hay que plantarle cara. Sin miedo. Antes de que nazca o cuando nace. Hay que deslegitimizar sus raíces religiosas. Hay que quitarle el nombre santo de Dios de la boca. Hay que quitarle sus adeptos educando a la paz, siguiendo las enseñanzas de los Maestros y los Profetas de las religiones. Hay que hacer frente al terrorismo con esta unidad de los líderes religiosos juntos en paz, como vemos ahora. Las imágenes de estos días (en nuestro encuentro de Roma) son una respuesta al terrorismo: son una revuelta contra unos pocos violentos, un desenmascaramiento de una ideología irreligiosa; son un espectáculo de esperanza que contrarresta el espectáculo del terror que vemos en las pantallas y a veces en la vida.
El diálogo muestra el vínculo. El diálogo es "concordia sensata entre las religiones", como decía Cusano en De pace fidei tras la conquista turca de Constantinopla y frente al proyecto de cruzada occidental. Para escapar del azote de la guerra, concibe un sueño: un concilio celestial de las religiones para reflexionar juntos sobre paz y fe ante Dios. En el corazón de las tradiciones religiosas hay un mensaje de paz y de respeto de la vida. Lo vemos en la sura de la Mesa, en el Corán: "quien matara a una persona... es como si hubiera matado a toda la Humanidad. Y que quien salva una vida, es como si hubiera salvado las vidas de toda la Humanidad". Encontramos palabras análogas en el Talmud. Un antiguo texto judío recuerda la sustancia blasfema de la violencia: "Aquel que ultraja el rostro del hombre, ultraja el rostro del Señor".
La paz necesita cimientos en la religión, más allá del contingente. Una paz con una base religiosa era el sueño de Juan Pablo II en Asís. La paz tiene una ineliminable dimensión espiritual, porque debe formarse y reformarse con fe a lo largo del tiempo. Así pues, cada uno debe bajar más profundo en el pozo de su fe, debe ser más creyente: hay muchos recursos espirituales para abrazar el mundo de los demás con simpatía, sintiendo que es necesario que los demás existan. La indiferencia y la intolerancia son a menudo la actitud de creyentes superficiales, perezosos repetidores de fórmulas agotadas.
Muchas ideologías se han apagado. También muchas esperanzas. La crisis económica difunde pesimismo. No hay grandes visiones del futuro. Este mundo unificado tiene menos esperanzas que ayer. Parece que el cielo del mundo global está vacío de sueños y de esperanzas. Queda una gran superstición. Lo describe el historiador de las religiones, Mircea Eliade como moderna superstición: "Hemos nacido todos con una superstición: que nos esperan puestos mejores, más arriba, y no más abajo". Tener más y llegar a más para uno mismo. Pero no sucede así en la vida. Y entonces llega siempre la decepción, y sobre todo en esta crisis.
Hay que dar esperanza a vidas partidas. Las dimensiones espirituales nos hablan de una esperanza más grande, menos vinculada a la afirmación del individuo, asociada a un sueño para todos. Escribe Elíades: "Cada uno de nosotros tenemos un frasco de aceite para una lámpara, y en lugar de repartirlo con los pobres que se pudren en la oscuridad llenando sus lámparas, lo apretamos contra nuestro pecho esperando la farola que pensamos estar destinados a encender para iluminar el mundo. Y, mientras tanto, los hombres mueren a nuestro lado.". Ya lo enseñaba Jesús con simplicidad: “Mayor felicidad hay en dar que en recibir”.
La esperanza hace que seamos generosos en el presente y ricos en futuro. Las religiones pueden dar la valentía de la esperanza a la humanidad. Escribe Abraham Yehoshua, un escritor judío no creyente: "aunque no creo en Dios, su presencia en la mente de muchísimos seres humanos me afecta y me interesa". Hoy y aquí el humanismo se mide con las religiones. Su presencia no perjudica a las religiones. Al contrario en algunas situaciones las ayuda a ser ellas mismas.
Somos diferentes. La diferencia religiosa no es una diferencia que los hombres pueden adaptar. Pero esta diversidad significa pozos distintos, de los que puede salir esperanza y fuerza de paz. Porque las religiones tienen una fuerza que no es arrogante, sino humilde y tenaz. La diversidad no es enfrentamiento, sino fuerza convincente y polifónica. La amistad y la mutua comprensión son un paso fundamental para trabajar en la misma dirección: por eso pasamos tiempo en el diálogo. La tarea es grande, los hombres y las mujeres son pequeños, pero las religiones enseñan que Dios es el más grande.
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