Comunidad de Sant'Egidio, Italia
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El título de esta mesa redonda me parece que refleja un aspecto y un desafío fundamentales para nuestras sociedades: el valor de la vida frágil. No se trata de algo marginal, sino de un elemento fundamental sobre el que las religiones y las culturas de nuestro tiempo deben interrogarse porque la vida frágil se ha convertido de algún modo en el destino de todos y sin duda en el presente de cientos de millones de personas. Definir la fragilidad no es fácil, ni inmediato. Se han propuesto muchos modelos y todos aborda algunos aspectos fundamentales de este difuso fenómeno: es frágil según Strawgridge aquel que pierde la capacidad de realizar algunas funciones en ámbitos fundamentales como la memoria, las capacidades sensoriales, la alimentación o la movilidad. Otros como Rockwood definen la fragilidad como una acumulación de déficits y discapacidades de distinto origen. Por último Fried habla de la vida frágil como de una reducción de las reservas vitales y de las capacidades de reacción ante situaciones de la vida de cada día. Creo que esta variedad de definiciones tienen un elemento de unificación: tanto si es un declive, una reducción de la resistencia, o un debilitamiento de las reservas vitales, la fragilidad llega en cualquier caso a ser una situación en la que descubrimos que no nos bastamos por nosotros mismos y necesitamos ayuda de otro. En el fondo, la vida frágil es la manifestación de que necesitamos la ayuda de otro en nuestra vida.
Esta necesidad se percibe a menudo como algo intolerable en nuestras sociedades, tan individualistas, que exaltan la autosuficiencia como verdadera libertad, la juventud como auténtica expresión de la vida, vitalidad y fuerza libres de enfermedad. Podríamos añadir tal vez que este conflicto entre vida frágil y exaltación de uno mismo se da en muchos aspectos de nuestras sociedades. Además, muy a menudo existe un conflicto interior entre lo que somos o lo que llegaremos a ser y lo que deseamos. Se calcula que es frágil el 30% de la población en los países del norte rico del mundo como consecuencia de la vejez, de las enfermedades, de la pobreza y del aislamiento social. Un porcentaje que aumenta dramáticamente en los países con pocos recursos porque invierten mucho más en la infancia.
Cabe recordar que vivimos en un mundo abarrotado de fragilidad. Y eso, paradójicamente, es el resultado de una historia de desarrollo y de grandes avances que ha vivido el mundo entero en los últimos dos siglos.
De hecho, tal vez lo primero que hay que decir es que la vida frágil, en el siglo XIX, tenía el rostro de una infancia devastada por las enfermedades infecciosas. Enfermedades tan breves como violentas, que provocaban tantos muertos entre los niños que reducían la edad media de muerte, en Italia, a los 4 años. Dicho de otro modo, la mitad de los que morían no llegaban a los 5 años de edad y realmente una exigua minoría llegaba a la vejez. Se calcula que no sería más del 3% de toda la población. En los albores del siglo XX las nuestras eran sociedades de niños y de jóvenes adultos afectados por enfermedades pero también rebosantes del vigor de la juventud.
Muchas cosas cambiaron en sociedades europeas encalladas en un equilibrio demográfico de antiguo origen, que basculaba entre una alta mortalidad y una también alta natalidad. La revolución industrial y sus efectos sobre la renta y la alimentación de las poblaciones del Reino Unido, Francia, Italia, Alemania, España y luego en la Europa del Este modifica profundamente el panorama demográfico: la gran cantidad de defunciones por enfermedades infecciosas abandona el ámbito infantil y deja así un amplio espacio de supervivencia hacia la edad adulta y la vejez. En pocas décadas las poblaciones de estos países crecen muchísimo y cambian su fisionomía, de la de los niños al semblante cada vez más extendido de los ancianos. Hay muchos otros factores que contribuyen a este cambio, sin duda también la sanidad pública y la medicina en tiempos más recientes.
El envejecimiento de la población, consecuencia del crecimiento absoluto del número de mayores de sesenta y cinco años, y también de la constante reducción de la natalidad no es un fenómeno exclusivamente europeo, como tampoco lo es la transición demográfica que hemos descrito. Al contrario, se trata de un proceso que se va extendiendo a todo el mundo. El resultado es que los ancianos hoy son ya más de 800 millones y llegarán a los 2 mil millones en 2050. El aumento de la esperanza de vida ha ido acompañado de una transformación profunda, como decía, de la enfermedad: ya no es, o al menos no es tanto y solo breves y violentos episodios infecciosos, sino numerosas patologías que acompañan durante décadas el declive de nuestra salud. Diabetes, hipertensión, enfisemas, arterioesclerosis, enfermadades osteoarticulares, disfunciones congnitivas y de la memoria crean la vida frágil, sobre todo en los años de la vejez. Podemos tratar pero no curar, podemos atenuar pero no expulsar la enfermedad y la fragilidad de nuestro horizonte humano.
Yo creo que estamos ante una encrucijada. ¿Expulsar la vida frágil o comprender el profundo valor humano que tiene? Hay una extendida tentación de negar la fragilidad. No es difícil ver que una cierta cultura del rechazo obtiene su fuerza de la idea que los ancianos –y más en general aquellos que sufren situaciones crónicas invalidantes– son un desecho. Un desecho improductivo cuando no un peso social, económico, contributivo, una carga con la que debe cargar la mayoría. No nos damos cuenta de que el rostro de los ancianos es nuestro rostro, nuestro destino, la etapa futura de la vida de todos nosotros.
Si la vida frágil es inútil, toda la vida pierde valor, porque la fragilidad será la característica de las últimas décadas que viviremos cada uno de nosotros. Está escrito en nuestro futuro. Y no se puede "abolir" la debilidad o la enfermedad como una eutanasia más o menos explícita, como ya sucede en Europa y en Italia. O con lo que el papa Francisco ha llamado la eutanasia oculta. Querer apagar la mortecina llama de una vida frágil es una trágica simplificación. La Iglesia tiene una hermosa y antiquísima tradición que consiste en acompañar a una buena muerte. Pero se está sustituyendo con prácticas que abiertamente o sutilmente procuran la muerte.
Yo creo que se puede y hay que abrir un debate serio y no ideológico sobre la fragilidad y la debilidad entre las religiones y sobre todo con una cultura laica inspirada en un sentido "prestacional" y juvenilista de la vida. Un debate que tenga como punto de partida la serena aceptación de que la fragilidad es un hecho insustituible, indefectiblemente asociado a nuestra vida. Surge la duda de que en la vida frágil se expresa mucho de nuestra humanidad. Decía en una reciente entrevista Mario Melazzini, médico, y enfermo de ELA: "Creo en el valor de la vida, la amo en todas sus manifestaciones. Me he dado cuenta de que es importante que una persona frágil sienta que se la tiene en cuenta, sienta que existe aunque deba vivir bajo determinadas situaciones". Fuerza y debilidad se cruzan en el testimonio de Melazzini. El apóstol Pablo en la segunda carta a los Corintios afirma: "Por eso me complazco en mis flaquezas... pues, cuando soy débil, entonces es cuando soy fuerte" (2 Co 12,9-10). Para los creyentes la debilidad y la fragilidad son una ayuda para redescubrir la ayuda decisiva de la gracia de Dios. Pero ¿la debilidad no es también para los no creyentes una ocasión para abrirse? ¿No representa un modo de dejar de confiar solo en uno mismo? Yo creo que hay un terreno de debate común alrededor de algunos derechos que suscita la vida frágil.
Todos querríamos para nuestra vida frágil ciertas garantías, algunos derechos. El derecho a no sufrir. El derecho a no ser abandonados y a no terminar en soledad nuestros días. El derecho a la verdadera dignidad: ser escuchados, respetados, atendidos, alimentados, en una palabra, amados. Estoy convencido de que si sabemos dar estos derechos a los días de nuestra fragilidad salvaremos también nuestra civilización. |